viernes, mayo 23, 2014

PENSAMIENTOS QUE SABEN A HIEL, PESADILLAS QUE NO SE VAN



REFLEXIONES A PARTIR DE LA PELÍCULA

VAMOS A JUGAR AL INFIERNO




JORGE ANTONIO DÍAZ MIRANDA


Enero 2014




Sentía una angustia terrible y para disiparla caminé un par de kilómetros en dirección norte de la avenida Morelos. Pese a la urgencia de conectar vectores de transporte para recorrer 16 kilómetros hasta mi casa en menos de una hora. Pero era más importante aclarar por qué sentía ese peso terrible en el pecho y la bruma espesa de sentimientos encontrados que golpeaba con marejadas terribles mis frágiles convicciones. De pronto me sentí desolado, vacío, hueco, deshojado, derrotado, con una melancolía que se reveló plena y profunda. Un estado tal que no podía ser mitigado con nada, vamos, ni siquiera con la cercanía de la gente de la que me despedía…

No conozco las cifras de violencia en Japón, pero sin dudad es una sociedad en la que ocurre y en la que incluso, ciertos aspectos de su cultura la permite como una manifestación natural del sentido de la vida. La matanza entre clanes Yakuza, los suicidios rituales, las decapitaciones de la mafia japonesa, las armas de fuego, los suicidios entre adolescentes, el aislamiento y la soledad hakikomori, la severa ética del honor, el fundamentalismo y la fidelidad hacia las figuras de autoridad, los principios que componen la filosofía bushidō de las órdenes militares Samurái, etc., todo ello mueve a los cineastas japoneses –como Akira Kurosawa o Takeshi Kitano- a abordar la violencia desde distintas ópticas, histórica, documental, reflexiva o descriptiva. O incluso, como en el caso de la película  Vamos a Jugar al Infierno, con un enfoque lúdico y desmitificador, donde la violencia, la sangre y la muerte son engastadas en situaciones hilarantes y humorísticas, con una saturación de absurdos que por momentos hace que las escenas luzcan delirantes o con un barroquismo de armas y carnicería muy cercano al sarcasmo de manicomio. Pero la verdad, ni con Kurosawa ni con Kitano, me había quedado esa sensación de vacío, como me ocurrió con Vamos a Jugar al Infierno.  Justo cuando casi ya no podía parar de reír, los ecos de una sombra murmurante se hicieron presentes. La sensación de un malestar subterráneo ascendió  lentamente hasta mi conciencia, generando fragmentos de pensamientos chocantes que ya se habían manifestado otras veces, pero no con la intensidad que ahora laceraba, que ahora quemaba desde dentro todas mis -frágiles-certezas. Por increíble que parezca, esta película desaforada me hizo pensar en cómo nos ha cambiado psicológicamente la cercanía de la violencia y la realidad cotidiana de los asesinatos que hoy martirizan a Cuernavaca –y otras ciudades de México-.

Esta comparación fugaz  entre la intención lúdica de la película y nuestra situación real, me hizo pensar en cómo la violencia nos ha obligado a mirar desde la amargura, propuestas artísticas que tratan estos temas desde el humor negro. La desmesura sicalíptica y oligofrénica de la película, me hizo pensar, en la tremenda ruina moral en la que vivimos y en la terrible incertidumbre impuesta por el miedo de que la violencia golpee cualquier día a la puerta de conocidos o vecinos, o, incluso la mía  para cobrarse una vida más o varias. Me hizo pensar hasta qué grado la violencia en nuestras ciudades nos ha obligado a andar en la vida con una expresión ambulatoria de funerales anunciados. Este horror nada lúdico que nos golpea mientras el Estado hace agua por todos lados, nos conmina a reprobar esta propuesta cinematográfica a la que sólo le interesa entretener y no arreglar el mundo…

Sin querer, encontré en esa comparaciónentre lo risible y la maldita vecindad donde vivimos rodeados de un destino despiadado, todo eso que la violencia nos has quitado: la inocencia, el coraje, la certeza, pero sobre todo la convicción de que, comparada con los largos procesos de la  historia social -que hay detrás y la que viene del futuro- la violencia no durará mucho...

Pensar en eso me hizo descubrir la esperanza que yo he perdido.  Justo eso es lo que de golpe entendí: las consecuencias de la violencia, el significado de 150 mil ausencias, el peso de todos aquellos que han desaparecido, el recordatorio insistente de nuestra orfandad, el costo que se ha cobrado en términos de salud mental y ganas de vivir. A todas luces, la persistencia de esta descomposición significa una derrota del esplendor de la vida a manos de la peor de las miserias.

Ahora estaba claro por qué hui de la gente y caminé desesperadamente un par de kilómetros hacia el norte de la avenida Morelos. Pese a la urgencia de conectar vectores de transporte para recorrer 16 kilómetros hasta mi casa en menos de una hora, era más importante aclarar por qué sentía ese peso terrible en el pecho y la bruma espesa de sentimientos encontrados que golpeaba con marejadas terribles mis frágiles convicciones. Necesitaba encontrarme pero no lo logre. Necesitaba calmar mi enojo, pero no pude. Necesitaba consuelo y no lo hallé. La risa que me produjo Vamos a Jugar al Infierno se convirtió en amargura y llanto, desolación y desesperación. Se convirtió en una sensación de derrota personal. El infierno no era un juego, me estaba quemando desde adentro…


Sólo espero poder salir ileso de esta desilusión. Espero poder reponerme de este “veinte” que tan violentamente ha caído en mi intelecto, obligándome a mirar los mismísimos abismos. Espero aprender algo de esta pasmosa lección y franquear estos pensamientos que saben a hiel, para poder salir de estas pesadillas que desde hace meses no me dejan dormir. Desde muy joven tengo la convicción de que jamás he de rendirme para seguir adelante. Pero ahora con esta sombra que me lastra, tal convicción se ha transformado en un inquietante tal vez.    

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