Fiestas
Patrias
Mito
Nacionalista de las Elites e
Imposición
Oficial de la Desmemoria
By Jorge Antonio Díaz Miranda
Septiembre
de 2014
Como
pasa con casi todo el catálogo de festividades oficiales, las fiestas patrias
no tienen nada que ver con la historia de México, tampoco con la supuesta
identidad de los mexicanos, vamos, ni siquiera con la cultura popular. La
supuesta memoria mexicana, impoluta e indivisible que en su tiempo reivindicaron
como ideario nacional, gentes como Vicente Riva Palacio, José Vasconcelos,
Samuel Ramos, Leopoldo Zea, Santiago Ramírez o el mismo Octavio Paz, y, que,
más recientemente reeditaron con pompa bicentenaria Enrique Florescano,
Fernando Benítez o Héctor Aguilar Camín,
en sus facetas de caciques omni-culturales o intelectuales
orgánicos; no es más que una entelequia cognitiva que se
formuló para hacer coincidir un solo tipo de hermenéutica histórica –y no la
mejor de todas- con la emergencia de una clase política arribista y
ultra-conservadora que se aglutinó alrededor del Partido Revolucionario
Institucional (PRI). La escalada elitista en el imaginario social –que no
popular- siguió vías autoritarias para imponer una doxa peculiar, que dictaba desde el poder lo que está permitido celebrar.
Se trata pues de la expresión interpretativa de élites que recortan una
retícula mítica sobre la dialéctica histórica, para presentarse como los herederos
de una éxomologesis autoconstruida y un ritual de reproducción sociológica que
busca en última instancia la explotación chantajista de la renta ideológica,
cuya estructura pontificadora se parece más a una franquicia comercial que a
una representación social consensuada y admitida. De ahí su altanera selectividad
y su renuencia a admitir la crítica que abre la historia desde su dialéctica
meta-política. Dicho en clave antropológica, se trata de una construcción
litúrgica en donde se lleva a cabo un acto de fe que no puede admitir duda o
reserva. La propaganda política cuenta con el hecho del olvido de las masas y
su impresionante sistema de recompensa: multiplica una mentira expresada con los
términos más sencillos y es admitida como una verdad asociada a beneficios de
corto plazo, como el pan y el circo que prodigaban al pueblo los emperadores
romanos. La homilía celebratoria del oficialismo laico –sólo en el discurso-,
quiere hacer olvidar que la independencia fue promovida por una élite criolla
marginada por los españoles peninsulares, y que sólo fue posible por el relajamiento
decimonónico en la administración colonial de los Habsburgo y el triunfo
reformista de los ascendentes borbones que pusieron sobre la mesa un hecho
incontrovertible: mantener a las colonias ya
no era redituable a menos de endeudar de forma insostenible a la casa
real. De modo que la independencia se impuso desde arriba y utilizó como
instrumento de propagación a un exaltado religioso para quien la participación
del pueblo llano, conformado por mestizos, indios, mulatos y negros, era una
obligación con dios antes que con cualquier expresión de clase, especificidad
cultural o mejoramiento de condiciones materiales de existencia. Y fue
convocada la participación del pueblo a través de las campanas de la iglesia, significando que el movimiento estaba ligado a
una misa y una homilía en la que se promulgaría la guerra santa para lograr
sólo una jugosa materialidad administrativa. El conservadurismo y no la
liberalidad representativa, fue lo que arengó a las masas. El movimiento estaba
en manos de élites eclesiásticas y militares criollas, y, así se consumó hasta
degenerar una vez más en risibles figurines de opereta que vieron llegar su
turno para auto proclamarse ellos mismos emperadores: Agustín de Iturbide y
Antonio López de Santa Anna. Otra vez una élite auto-citada en el devenir de la
historia, antidemocrática, centralista y autoritaria. Tal como se ve desde este
sucinto y condensado repaso histórico, el dilema finisecular del México de los
siglos XIX, XX y lo que va del XXI sigue
reeditándose entre un poder centralista que se impone a todo y una parálisis
popular que no sabe cómo quitárselo de encima. De ahí que las celebratorias
oficiales no tengan nada que ver con la pluralidad cultural del país, ni con su
realidad política o económica. Tiene que ver sólo con el dominio y el poder que
detentan las élites. Tiene que ver con su unipersonal construcción mitológica.
Tiene que ver con una impostación reticular que quiere hacerse pasar como
objetividad del devenir histórico. Tiene que ver con explotar convenientemente
los ritos de la “mexicanidad” para manipular eficazmente a las masas.
En la pura jaculatoria
conservadora a-histórica, pueden encontrarse las claves de la simulación y las
mentiras que se repiten a nauseam, para conculcar una identidad impostada en la
que sólo tiene lugar el onanismo y la ebriedad. El opio del pueblo administrado
a través de la propaganda ideológica que trata de convencernos -con una
oscura obsesión maniática-, de que
México ya cambio y sus problemas y complejidad social han quedado resueltos a
través de una cristalina y etérea lealtad a los símbolos. Con un grito que
quiere significar otra cosa distinta de la verdadera independencia, tan lejano
de cualquier libertad individual, social, política o económica y tan cercana al
autoritarismo de los usos y costumbres y su aprovechamiento por parte de
particulares que no están dispuestos a ceder ni un palmo de sus privilegios.
Esto es lo que significan las fiestas patrias, a la luz de su expresión mítica,
ritual y litúrgica: una vulgar voluntad de poder que nos quiere imponer la
versión del derecho divino de las clases
privilegiadas de éste país, a un precio elevadísimo que tenemos que pagar
porque nos hagan el favor de vivir entre nosotros como cleptocracia
emperifollada y manirrota.
Pero el lector incisivo y atento
preguntará qué tienen que ver los criollos que encabezaron y se vieron
beneficiados con el movimiento de independencia iniciado en 1810, los caudillos
y sus cachorros beneficiarios de la revolución de 1910 y la clase política
priísta que se enseñorea en nuestros días con un nefasto gesto dinástico; si
cada uno de tales estratos emergen de condiciones sociales aparentemente
distintas. Una clave de su vinculación y reciclaje histórico ya fue esbozada
páginas más atrás al caracterizarlas como élites centralistas, monopólicas y
autoritarias. Otros elementos característicos también han sido esbozados como
el arribismo y la cleptocracia. Pero sobre lo último cabe insertar una adenda
que complete su perfil simulador y ventajoso. No cabe duda que la base de
operación de esta nueva casta de arribistas, en cada periodo histórico desde la
colonia hasta la modernidad, ha sido la administración pública y la base
material que apuntala su poder es la corrupción.
En la colonia los criollos son
secretarios de primer nivel del poder peninsular, con vínculos estratégicos en
la administración de los asuntos terrenales de la iglesia y el ejército. Sirven
como vínculo de conveniencia y colaboración entre los pastores, los señores y
los perros, según la ecúmene social del tardío medioevo novohispano. Ellos
hacen las leyes y las ejecutan, administran los bienes de las encomiendas, hacen
posible la expansión comercial y el acopio de los caudales, son la vanguardia
del despojo de las tierras, el aniquilamiento de los últimos bastiones
indígenas, del engrandecimiento de la tesorería seglar y eclesiástica cuando la
inquisición posa sus garras sobre los sospechosos de judaísmo. Su riqueza
proviene del óbolo castum que imponen a los fugitivos o indiciados
para no revelar dónde se esconden, o de posponer el ejercicio del brazo de la
ley, o de amortiguar con artilugios y
simulaciones leguleyas la ejecución de la sentencia o llevar los bienes
requisados al socorrido mercado negro que fundan con falsos edictos de
procuración comercial. Son los criollos los que fundan el repertorio de
modalidades de la corrupción, esclavista, industriosa, comercial, encomendera
(explotación), jurídica, política, estructural, simuladora, económica, proxeneta,
especulativa, religiosa, escatológica, pervertida, académica, vividora, panegírica,
cómplice, encubridora, genuflexa, cleptocrática, mafiosa. De hecho el mayor mérito
histórico de los criollos es haber institucionalizado la corrupción con una
fachada legal, fundando el monopsonio del crimen organizado. El porfirismo es
una extensión tardía de la corrupción criolla con todos sus efectos y alcances
legales e ilegales, aunque con una expresión más descarnada, clasista, de exclusión,
sometimiento, servidumbre o exterminio de minorías, sobre todo indígenas, con
las que se suprime cualquier deuda moral.
El breve período del
caudillismo revolucionario no puede cubrir la irrupción de masas agrarias, que
aunque desarrapadas y desorganizadas introducen una ruptura momentánea en el ordo establecido, aunque con una huella
más bien efímera que sirvió a los hijos de los generales para encumbrarlos a
ellos en la palestra máxima de la política extractiva y padrotera. Los
cachorros de la revolución son como los criollos, sobrevivientes de la
convulsión social y los encargados de cobrar facturas por hazañas ajenas, los
nuevos ricos que engordaron con el hambre de los desarrapados, comerciando con
ello en refinados centros de poder, preferentemente situados en extranjía. El
zafarrancho de la bola fue un golpe de suerte que eliminó a los radicales de
uno y otro bando, violentos y desalmados sin ninguna visión real de
transformación, sin un proyecto político trascendente o un plan de reinserción
social hacia la vida democrática. Beodos de mecha corta que sólo querían
solazarse de sus asaltos militares en cómodas haciendas de retiro. Pero los juniors
no pensaban así. Esperaron y prosperaron. Almacenaron todo lo que pudieron y
cada derrota en uno u otro bando, la capitalizaron para sus caudales
particulares. La partida de Díaz en el Ipiranga, el asesinato de Madero, la
aniquilación de los agraristas y la eliminación huertista para instalar un
gobierno formal; fueron saludadas como nuevos repartos de botín y la
redistribución de parcelas de poder. El control político derivado hizo emerger
la figura de los caciques como dispositivos de contención social. Es con estos
cabecillas rurales con lo que los cachorros de la revolución construyen las
fuerzas vivas de su futuro partido aplanadora, verdaderos reservorios de base
que les permitirán re-infiltrarse en todos los órdenes de gobierno, sobre todo el
de la administración pública y los nacientes poderes de la unión, legislativo,
judicial y ejecutivo. Los cacicazgos gremiales son la creación de la nueva
clase política con la que cooptan a todos los sectores de la sociedad,
agrarios, obreros, clase media, profesores, burócratas, licenciados, etc. Las confederaciones restan fuerza y en
algunos casos sustituyen a los nacientes sindicatos. La figura de los líderes
es ensalzada por su influencia o contacto directo que sostienen con el titular
de la presidencia de la república, su peso específico para provocar que el
partido único salga triunfador en las elecciones de cada sexenio. Cada
movimiento contestatario es absorbido por la gran capacidad mimética el sistema
que se alimenta con la información de 27 corporaciones policiacas, un ejército
perfectamente entrenado para sofocar la insurgencia interna y poderes del
Estado alineados en torno de la figura del presidente. El humilde origen de los
cachorros de la revolución no lo es tanto por las privaciones de su infancia
sino precisamente por las actividades criminales de su generación
inmediatamente anterior, que durante el estallido revolucionario y sus
postrimería se desempeñaron como
abigeos, personeros, soplones, cuchilleros, truhanes, pícaros de la más
baja calaña, estafadores, prestamistas, engañadores, falsos mendicantes,
conspiradores, dobles agentes, pícaros de toda calaña, fanfarrones, ladrones,
traficantes, falsos mesías, vendedores de mercaderías fantásticas, bucaneros,
extorsionadores, sicarios, rurales, fantoches, policías o militares de alto
rango, “científicos”, periodifastros, ventajeros áulicos, prestanombres, beatas
y feligresía, nigromantes, profetas, falsos clérigos, charlatanes, tramposos,
vagabundos, aventureros, filibusteros, perdularios, apátridas, perjuros,
tahúres, mercenarios, malhechores, sodomitas rufianes, crápulas, bellacos,
faramalleros, matones, golpeadores, proxenetas, buscones, trotamundos,
prevaricadores, falsificadores de edictos oficiales, perdonavidas, gestores e
intermediarios, licenciados sin estudios, improvisados doctores, ingenieros,
doctores, oradores y escribanos, falsos profetas desterrados, lacrimosos
aplastados por el peso de su gula, menesterosos deseosos de ser incluidos en el
presupuesto, medrantes del erario público, amantes de la hacienda gubernamental,
madrinas dispuestos a cualquier infamia, nuevos ricos con caserones de mal
gusto y nula educación, rancheros broncos y capataces, caciques rapaces de la
riqueza que se extrae de la miseria de los semejantes…
La última y más reciente
transfiguración de los cachorros de la revolución, es la de los tecnócratas que
hacen de la economía un objeto sacro con nuevos dogmas como la estabilidad de
la banda monetaria de flotación y el repunte de los indicadores
macroeconómicos. El endeudamiento del país y su venta conforman los dos
mandamientos de su grey. Modernidad sin un real cambio histórico, maquillaje para
los problemas del país y la separación de la realidad del país a través de una
burbuja de aduladores, es la receta tripartita
perfecta de su acontecer cotidiano. Aunque, como antaño, el saqueo del erario
siga siendo su meta sexenal y su bono de retiro. Como en los días de Venustiano
Carranza que puso de moda la carranceada como un tópico del folclor político, los tecnócratas huyen
del país estableciendo una sana distancia de impunidad. La summa cum laude sin embargo no reside en esa conversión
gubernamental de funcionarios de alta burocracia en CEO´s pujadores de
multinacionales. La magia está en la continuidad del envilecimiento de todos
los aspectos vinculantes de la sociedad a través de la socialización del burdel
y la aceptación del intercambio desigual de los favores del poder. El tráfico
de favores carnales y en metálico permea todos los órdenes de la administración
pública, la conformación de los poderes
de la unión y la relación entre estos, los intereses de clase, los altos
negocios, la meleé sincrética de la banqueros con las políticas económicas y su
gobierno paralelo asentado en el gobernador del banco de México. La
prostitución de la ciudadanía requiere despersonalización y cosificación de los
determinantes culturales y políticos, por lo mismo, para las élites todo se
reduce a una cauda de alfombras humanas que sirven como postín de caja chica
para contrarrestar las estafas entre ellos, o cuando los grandes saqueadores
del mundo deciden parar la economía con fraudes cibernéticos. La vieja receta
de privatizar las ganancias y hacer públicas las pérdidas es el resumen
condensado de la infamia y la pequeñez extractiva. Los tecnócratas se alejan
volando de lo popular y del populismo pero no renuncian, al igual que los
criollos de la independencia y sus abuelos los cachorros de la revolución, al
mito de los símbolos patrios y la impostación de la desmemoria. Como aquellos,
imponen, prescriben, mandatan el guión mítico que han probado desde 1830, año
de nacimiento del rito y los símbolos patrios, en una sucesión y recapitulación
de bajezas y crimen sin castigo que se antojan interminables. Son ellos los que
a lo largo de la historia pasada y reciente, quieren tener amarrados los asuntos
de los hombres tanto en el cielo como en la tierra, en una teología
nacionalista que admite como próceres a pederastas, encubridores, delincuentes
y vividores profesionales. Son ellos,
los protagonistas de la gran comilona, del teatro de la simulación, de la
opereta, los proxenetas del putero nacional. Los mismos que alimentan el ritual
de lo idéntico para no gobernar por el bien de las mayorías. Los que simulan para
no rendir cuentas y seguir gastando el erario con alegre opacidad. Corruptos y
corruptores, envilecedores de la más baja estofa, ostentadores cínicos del kisch
y el bluff, en la república
mexicana de las fuerzas vivas que se venden al mejor postor. El país de jauja
donde todo lo que tiene un precio es barato. El país de la riqueza insultante
que no se cuenta, se pesa. La diferencia entre jodidos y poderosos es que unos
cuentan sus quintos y los segundos los pesan con balancines de oro.
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