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Te he visto. Estabas en el tormento de esa agonía largamente esperada, que por muchos años parecía no llegar. Tenías la mirada ausente y parecías evadir cualquier palabra. Tenías la expresión de estar contemplando una invisible lejanía, atisbando quizá, una soledad absoluta, desde un sitio que no puedo siquiera imaginar. Tus hijas se movían en una rutina nerviosa de tensión extenuante. Los visitantes dábamos vueltas alrededor de tu cama apartando la mirada de lo que era obvio. Tú cuerpo ajado estaba postrado en el lecho de una cama que nunca más sería para ti un sitio de descanso. El olor de la enfermedad y el abandono era sutil pero a ratos asaltaba los sentidos con una presencia siniestra...
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En aquellos días la tarde poseía un brillo intenso. Las plantas del invernadero que cuidabas, desprendían un olor fresco de musgo húmedo. Nosotros corríamos felices entre los promontorios de tierra fértil o a través de las sombras de los árboles frutales que seguían el contorno del apancle. Mientras cocinabas una humilde sopa de fideo que aderezabas con brotes de cilantro, la radio emitía la música de la cantante Crystal, que era una especie de extensión de la ternura, la tristeza y el malestar, que siempre te acompañaron.
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"que difícil es tener que renunciar a ti/
que difícil es tener que imaginar/
que no voy a verte más/
que tu cuerpo se me irá/
cada día sea una eternidad/
que difícil es querer llorar/
y sonreír/
que difícil es oírte hablar así/
con un simple ya me voy/
asesinas el amor/
y me dejas solamente/
con problemas en la mente..."
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Recuerdo cuando tú novio tomó esa fotografía de ti. El alboroto que armaste porque no te gustó que hiciera eso sin tú parecer. Luego, la extrañeza que sentí al sorprenderme mirando una y otra vez tú fotografía, ensimismado, hipnotizado, absorto. Esa misma foto de perfil en la que el cabello negro cae sobre tus hombros y el brillo de tus ojos encendidos por el amor. Lo más atractivo para mi eran tus gruesos labios, que al juntarlos y elevarlos, como dando un beso, semejaban los hemisferios de una deliciosa manzana.
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Ayer te vi en tu caja mortuoria. En el rostro un dejo de rotunda ausencia. Tus párpados estaban caídos, como entremetidos en un abismo de profunda tristeza. Los labios resecos aunque retocados con el bermellón de un lápiz labial que fue aplicado con cierta exageración. El rostro blanco como relleno de leche. Los labios cerrados como en un último rictus de miedo. Las flores y las velas y los rezos y las lágrimas girando alrededor de tu ausencia, y el consuelo que se demoraba en llegar con el coro desesperanzado de los pájaros que presentían tú partida. El altar de los santos lucía un brillo desgastado aunque la virgen era elocuente en su gesto de compasión. Así te vas ahora, así no estás para siempre. No nos despedimos sólo te recuerdo como alguien que entró y salió de mi vida. Sólo recuerdo el brillo de otra tarde cuando corría con mis primos y asaltamos la mesa donde la sopa humeaba seductora con el velo verde de los retoños de cilantro. Y la música triste que te acompañaba en cada hora de la larga vida que viviste.
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