jueves, noviembre 09, 2006

ARKHANOS

ARKHANOS Jorge Antonio Díaz Miranda [2006] Basilea, 1956. En el verano la soledad cerró su cerco alrededor de mi. El silencio, más contundente que nunca, invadió hasta los rincones más recónditos de mi pensamiento. Todo me parecía un carnaval de ausencias. La gente conocida y extraña giraban próximos como una nube de fantasmas grises a los que yo no les dirigía ni una palabra. La casa, los muebles y las flores cayeron en ruina, la mansión olía a polvo acumulado, a pasado, a olvido prematuro. En ese entonces, ya no dormía, por lo menos no con la calma de otros años. Un sueño recurrente aparecía en la madrugada, el aleteo tenebroso de alas gigantes, bulbosas, deformadas. En ese sueño también escuchaba la voz de mi madre, lejana, triste, monocorde, como sumida en una soledad inescapable; y yo, un niño, llamándola desde mi cuarto aterrorizado por la tormenta…la sangre de mi padre caía con la lluvia, mis hermanos extraviados vueltos sombra, vueltos fantasmas, perdidos irremediablemente para la luz del día. Entonces lloraba. Cuando despertaba en la fría mañana, sudoroso y agotado, cada figura, cada escena, cada personaje, encajaban con precisión en el desorden paulatino de mi mente atormentada. Así apareció el terror nocturno que me acosa desde entonces, como ecos amplificados de viejas sensaciones advirtiéndome que las imago del espejo onírico habían escapado y me andaban buscando. Mi rostro delgado se tornaba más pálido aún, mis ojos se vaciaban y eran como dos pozos profundos que miraban a ninguna parte, el mundo se pobló de sombras y yo entre ellas la más oscura. En el día, me invadía una sensación dejà vu , y que ahora comprendo se trataba de un presagio. Oxford, primavera del año 1900. Los muros de la vieja casa eran elevados. Cuando mi padre y mis hermanos murieron, la casa se tornó inmensa. Mi madre, para mitigar su dolor u olvidarlo, enfermó. La dolorosa y prolongada enfermedad la dejaba postrada en la cama todo el día, de este modo mi niñez se extinguió en el trajín de ires y venires acarreando medicamentos, comida, agua, ropa, calzado y enseres, que ella requería en su cuarto para dejarlos intactos en el lugar donde eran colocados. Al otro día no me permitía recoger nada y me pedía más cosas. Me parecía que se estaba defendiendo de algo, de la única manera como ella podía; me parecía que se estaba preparando para emprender un largo viaje. Cada vez decía menos cosas, no me miraba, y a veces ni siquiera se daba cuenta de mi presencia, yo intentaba animarla y ella como volviendo del otro lado de una realidad invisible para mi, sólo decía que cerrara las ventanas porque el ruido de las olas que el viento le traía, lastimaba sus frágiles oídos. Entonces comprendí que me había quedado sólo en el mundo, mi madre aunque viva, estaba más lejos aún que mi padre y mis hermanos, de hecho me pareció que ella había vuelto a nacer en un mundo de signos y presagios, de terror, de sombras, de oscuros designios, de ausencia, de terror. El último día de su vida, estaba inquieta desde la mañana, ya no me pidió más cosas, sólo quiso que le trajera agua y más agua porque tenía mucha sed. Por la tarde su mirada se quedo fija y me llamo, me dijo, ya viene, y en seguida su semblante se hizo más pálido, sólo una palabra más emitió en su lengua rumana, Stragoika… y murió. En sus manos tenía un libro voluminoso, de pasta dura y metalistería en el lomo enmarcando unas letras doradas, el diario de mi padre, abierto en la página donde él relataba un sueño donde sus hijos eran pequeños. Budapest. Hungría, enero de 1914. A propósito de la locura de Versalles, el tratado de rapiña entre las naciones vencedoras traerá otra guerra. La ley entre verdugos es inadmisible. Entramos a una edad oscura, no habrá piedad para los inocentes... Trémulo huyo, vulnerable soy ante la torre oscura donde el dragón acecha mi razón. Berlin 1938. La diferencia entre la antigua y la nueva psicología consiste en que la antigua se irritaba moralmente por cada anomalía y la nueva, en cambio, ha ayudado a que la inferioridad se convierta en orgullo de clase. Noches blancas de Praga en el invierno de 1939. Trubetskoi, Trnka y Jakobson me invitan a su espléndida ciudad para discutir mi trabajo literario y mis ideas sobre el simbolismo medieval oculto en la lenguaje eslavo. Por fin conozco al selecto grupo de lingüistas y en cada uno descubro una historia similar a la mía, vesánica, escindida, de persecuciones y ausencias prematuras. Discuto toda la noche con ellos sobre la licitud del Tarot de Marsella y la herencia de los cíngaros en el pensamiento mágico de Europa Oriental. El amanecer nos sorprende enfrascados en un extraño juego de ajedrez en el que de forma deliberadamente lenta y sistemática destrozo todas las defensas y formaciones del profesor holandés Johan Huizinga, con un asalto despiadado de arietes hasta que el rey es atrapado por la razón fría y la religión desprovista de fe. Un poco antes, la espiritualidad de la reina es aniquilada por el asalto vulgar de un peón empoderado por un alfil y un caballo, cuya formación recuerdan el arcano de Piscis, es decir el símbolo del renacimiento y la muerte. Otra vez Dèja vu, hominis lupus hominis ludens ¿Así termina todo, las aspiraciones, la espiritualidad, los ideales, las cumbres del intelecto; derribados por la vulgaridad? Esa misma mañana, antes del medio día, la radio informa desde Danzig sobre la toma del correo polaco a manos de los verdugos prosaicos que gobiernan en Alemania. El tercer Reich ha comenzado, todos tenemos que huir de Europa. Budapest, Hungría, febrero de 1925. Su cabello me recordaba un campo de trigo, ondulada espiga balanceándose en el estío. Su cara de campesina magiar era definida y fina pese a sus rasgos remarcados totalmente. Una belleza circular esplendente en su brillo de plata que me recordaba los inviernos de Praga. Seguramente su edad no iba más allá de la veintena de años y sin embargo sus formas eran las de una mujer, opulentos bucles de una extraño atractivo contra los que mi vista se diluía por un golpe de rotunda inmensidad. Lo más atractivo eran sus ojos verdes, hermosos, profundos, perlas finas engastadas en recios acantilados, me recordaban los anillos maravillosas de San Agustín o las piedras filosófales de Paracelso, en todo caso, al verlos, entendí por que Bequer escribió aquel relato medieval en que Percival es hechizado por una mirada… desprendida de unos ojos verdes. Me acerqué a su mesa de mármol en aquel café de la Risenstrasse de Praga, ella me mostró que no sabe disimular una sonrisa. Seguro, ante esa muestra de cortesía involuntaria me senté a su lado. No me salían las palabras, y durante varios minutos o eternidades, mi racionalidad fue bloqueada. *La fotografía es de Ludwig Marcuse (2006) publicada en el portal: http://www.fotocommunity.de/pc/pc/channel/2/extra/new/display/7122970

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