DOS VISIONES BREVES DEL
CARNAVAL DE RÍO
(CON GALERÍA EXTENSA)
Primera parte
JORGE ANTONIO DÍAZ
MIRANDA
Julio 2014
I. La alegoría profana de Gargantúa y Pantagruel
Dos visiones distintas de mirar coexisten en la modernidad.
Una oficial, normativa, racional o prescriptiva. Otra, irreverente,
contestataria, desmitificadora, provocativa, sensual. La primera se ensambla a
partir de imperativos categóricos, la razón, la moral, el Estado, la religión…
la segunda en la antítesis de cada uno, pero sin llegar al extremo del
nihilismo. El carnaval, síntesis festiva de la segunda visión, es una
construcción plurisecular que desautoriza la injerencia de la divinidad en los
asuntos mundanos, marcando una frontera severa entre el qué hacer en vista de
la brevedad de la vida y la supuesta trascendencia de cualquier sistema
moral. Los principios no pueden regir el
pulso de la carne. El miedo místico, de terribles ángeles y soberbios demonios
se conjura materializándolos a todos, en la confección de una interdiscursividad
profana, en donde la música y la danza, exaltarán la belleza de los cuerpos,
desde lo risible. El carnaval es la epifanía de la sensualidad, la explosión
del erotismo en cientos, quizá miles, de matices distintos cada uno de los
cuales alude inconfundiblemente, humores, deseos, objetos, humedades, sabores,
sudor, formas opulentas, hendiduras, vida, alegría, multiplicación. Los
ornamentos son alegorías sincronizadas con los mitos de la modernidad,
desacralizados a través de elementos epicúreos como la orgía y la ebriedad. La
supremacía realista del vientre del pobre y el tremendo desamparo que existe en
la simpleza humana de la cintura para abajo. La celebración de la deformidad, el
triunfo de la risa, de la humildad de los humores el cuerpo sobre la falsaria
racionalidad, el dominio definitivo de los placeres sobre los sórdidos y vacíos
oficios religiosos del catolicismo. El imperio de flatus vocis y el instinto, sobre los monstruos que ha
engendrado el sueño de la razón. Una tradición de la estulticia inscrita en la
línea de Erasmo, Rabelais y Goya, cuyas obras no ocultan el idiotismo oculto en
cada formalidad autoritaria, en cada figura pontificia, desde el rey, sus
testaferros, los gobernantes y el papado que violan niños y muchachas vírgenes, se acuestan con prostitutas o éfebos, amparados
en la inmensa secresía de la discriminación y la vulgaridad más frívola y abusiva. Entre lo sagrado y lo
profano hay una tenue línea de separación y es una cosa o la otra dependiendo
quién tiene el poder. No cabe duda que el carnaval es un disparo a la sien de
la formalidad. La plataforma de los excesos es el humor y la risa, reunidos en
la superficie sinuosa de lo grotesco. Un armazón dislocado de símbolos para
huir de la ausencia y el olvido. Como todas las festividades cercanas a lo
sagrado, el carnaval deforma con base en un criterio dionisiaco, referencias
trascendentes: los ciclos de la vida, la muerte, la renovación, el principio y
el fin en una circularidad que se muerde la cola como una mantícora, el futuro
que llega como un eco lejano del aleteo de horribles gárgolas, anfisbenas y
ciélagos hediondos… con la penetración breve del populacho al país de jauja,
donde árboles rebozan miel, y queso, y vino, carne que crepita en el vivac de
vencidos mercenarios para ser devorados por los hambrientos, montañas de tartas
deliciosas. El realismo de lo grotesco invierte brevemente la realidad haciendo
que el margen se convierta en centro. La desproporción, el cargado ornamento,
las dimensiones agigantadas, el colorido chillante, los rostros con terrible
expresiones exageradas, forman parte de una liturgia de la risa, un nihilismo
reactivo que opta por tomar parte del lado de los vencidos, en el sentido
poético del desencanto del bardo germano, Heine.
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