miércoles, diciembre 19, 2007

PÁLIDA INTIMIDAD EVANESCENTE

PÁLIDA INTIMIDAD EVANESCENTE
JORGE ANTONIO DÍAZ MIRANDA
(2008)
El sueño de un sol y de un mar
y una vida peligrosa/
cambiando lo amargo por miel
y la gris ciudad por rosa/
te hace bien tanto como hace mal
te hace odiar tanto como querer
y más…/
Charly García


Cuando alguien mira deliberadamente a una mujer está desplegando una intención, cuyo significado se revelará más tarde cuando encuentre como respuesta los signos inequívocos de la complicidad. Más aún, si esa respuesta se hace acompañar de una sonrisa desencadenará una reacción compleja, una oleada bioquímica que agudizará de manera extraordinaria los sentidos, las emociones y la intuición: entonces la aventura nos llama a través de la distancia con los matices policromos de la sensualidad. Pero llegar a una situación semejante no es frecuente, pocas veces se presenta a lo largo de la vida, tampoco es algo que podamos establecer en cuanto a cómo sucede y por qué, simplemente llega y se va.

Alrededor de las 9:00 PM. Murakami Sorbió de su copa llena de cálido amontillado. Tomó las cosas con calma, como un viejo alumno graduado en la escuela del desengaño. Se acicaló y entornó sus ojos. El humo de su cigarrillo flotaba sobre la pulida superficie de la mesa de roble sugiriéndo a Murakami una visión del mar: cuánto azul en movimiento, cuánta agitación de espuma, el estallido de la brisa golpea desbocado muelles negros...y arriban las alas de la noche con el viento que no cesa de cantar.

Frente a la copa de vino un hombre se muestra desamparado, como una casa vacía, Telma pensó. O Al menos fue la impresión que recogió de aquel hombre caucásico-oriental llamado Murakami sentado en la mesa contigua. Hace rato que él la miraba y ella correspondió con otra mirada y su mejor sonrisa. Un hombre -recordó Telma- es muchas de las veces la imagen de un fantasma, algo indefinido en perpetua transición, alguien que nunca termina de crecer y que siempre está regresando o yendo a ninguna parte. Ella miro un poco más y dejó desvanecer esa primera impresión hasta extinguirse en un suave estallido de primoroso silencio, dejando libre su intuición. En un momento su mirada se movía y saltaba de mesa en mesa, cabalgando el humo de cigarrillos, ascendiendo y descendiendo, siguiendo el flujo de la marea que se agitaba en su interior hasta llegar otra vez a ese embarcadero que eran los ojos de él, de Murakami. Sonrió una vez más y esperó a que él dejara escapar el último tálamo de mariposas que lo paralizaba.

Hola, dijo Murakami. Esta noche parece que tenemos casa llena, una muchedumbre alrededor y ruido... Telma se quedó pensando un instante, había algo cómico en la forma de hablar de él, quizá, un eco de interesante contradicción entre la seriedad que emanaba del tono formal de las palabras y el gesto desenfadado y ligero que brotaba de su rostro juvenil. Pero no sintió ninguna resistencia, nada acudió como argumento precautorio, fue fácil aproximarse con un tácito sí a la conversación y la compañía que de pronto se le ofrecían.
Murakami se acercó y saludo a Telma, se sentó frente a ella y ambos quedaron suspendidos brevemente en el silencio, como calculando, como evaluando, como repasando instantes pasados y recientes de similares encuentros ocasionales. Pero todo era nuevo, hasta la sensación de una naciente primavera... y hasta Gershwin al piano con las notas de Rapsody in Blue llegó a sus oídos con nuevos colores y matices, formas sonoras renovadas de profunda y conmovedora expresión. Cuántas veces la dicha nos visita a lo largo de la vida, cuántas formas tiene, cuánto misterio, y sobre todo la forma tan impredecible que tiene de presentarse, apreció Telma nuevamente sorprendida.

Es verdad que la reunión de dos extraños casi nunca produce algo fecundo y profundo, pues la cautela y el miedo nos predisponen para la defensa o el ataque. Es más seguro que nos venza la propensión a romper y alejarnos que el abrir la puerta y adaptarnos a la nueva situación. la interacción de dos egos exaltados puede generar la molesta sensación de un instrumento musical desafinado, de un coro de chirriantes metales que lastima, de una cacofonía estruendosa de mala leche que se esgrime para dominar o intimidar.
El encuentro de Murakami y Telma constituye para nuestro caso una hermosa y alentadora excepción a la regla, el intercambio fluye hacia aguas tranquilas, hacia un arrecife exuberante, hacia una isla deshabitada donde los dos permitirán a cada cual hacer y dejar hacer. Ahí estaba ella sonriente, fresca, dispuesta, y él atento, gentil y seductor. Ella dijo algo sobre no tener nada pensado y él sólo veía y respiraba ante si la vitalidad del mar...

Recostada sobre las blancas sábanas, su cuerpo fresco mostraba aún con la ropa puesta el mapa preciso de todas sus hendiduras, las curvas fulgurantes de sus pechos y sus nalgas, y el cuello que emergía como una hermosa proa del agitado oleaje azul que era su blusa. Murakami se paralizó por una súbita y violenta sacudida de deseo. Él también estaba desnudo, él también ardía, él también se sentía indefenso ante una situación tan desmesurada como lo es de hecho un encuentro íntimo de dos extraños...Telma se levantó de la cama y una parvada de fragantes pájaros se elevó hasta la nariz de Murakami, un perfume contundente de avidez, de deseo, de muerte, de silencio, de soledad. El instinto fue en todo momento el argumento en esa danza de cuerpos sudorosos liberados a su propia furia, desterrados del pudor, prófugos, perversos, cínicos, cálidos, tiernos. Ella sintió fuego en su vientre, el incendio que consumió su bosquecillo de almizcle, el poderoso ímpetu que empujaba dentro de ella una columna de fuego, y las manos de él acariciándola totalmente: "...pálido buzo ciego, desesperado hondero, todo en ti fue naufragio". Sitiada como Constantinopla, Telma tuvo la sensación de una lenta y deliciosa caída hacia un invisible abismo de goce y humedad, el fuego griego de Murakami abrazo cada milímetro de su ávida piel. El chorro caliente de esperma no la tomó desprevenida, ella lo deseaba con intensidad del hambre acumulada de varios días o la sed mortal que se adquiere en el desierto más extremo. Su pubis, sus piernas y sus nalgas quedaron perladas al tiempo en que Murakami emitía un rugido violento como el de miles de olas golpeando ámbar. Telma miró su interior y por primera vez sintió la comunión entre la piel y el espíritu, no había dudas, no había certezas, no había dobles intenciones, tan sólo los tonos puros de la lluvia cayendo sobre el tejado. Murakami dormía, su respiración apenas audible era armoniosa, plácida, tranquila, aplacada, sostenida; yacía sosegado en su furor, vulnerable como un niño, entregado en los brazos de ella con su sexo aprisionado en los amplios y torneados muslos de Telma. Quién sabe cuánto tiempo ella estuvo mirando esa imagen insólita de Murakami, la imagen de un hombre con la postura inconfundible de un infante que busca en sueños el refugio de su madre.

El sol esbozó un brillo sobre el elevado horizonte, el amanecer llegó y el gris de la bóveda celeste se tiñó de púrpura, la vida despertó y por todos lados se escuchaba su incesante movimiento. Telma se despidió de su amante desde la distancia, Abordó un taxi y en seguida se diluyó en el anonimato que brinda cualquier ciudad inmensa…eran las 9:00 am.