El caso de la selección española debe ser ilustrativa de los excesos de presión del fútbol europeo moderno, que sobre-expone a los jugadores profesionales a calendarios intensos y largos torneos que cobra factura psicológica en términos de fatiga y desgaste. Ser campeón del mundo debe pesar como una lápida sobre todo cuando los medios y las empresas no dan cuartel para que los jugadores puedan tener por lo menos el fin de semana, una vida privada, normal y anónima. La burbuja de ficción en que la onceava española fue secuestrada por la Babel mediática en los pasados cuatro años, que televisó 24 horas al día la permanente fiesta ibérica, debe dejar su impronta de irrealidad, que no te deja darte cuenta que tu capacidad fisica es equiparable al de una acémila. El punto de quiebre entre la cumbre y el abismo tiene una frontera tenue, confirmado por un terrible proceso de auto demolición que comenzó cuando los españoles pisan tierra brasileña, con Iker Casillas abismado en sus fantasmas interiores, y los demás enfrascados en su propia debacle personal y sin que los psicólogos del equipo se hayan dado cuenta de la intoxicación monumental emocional, cognitiva y operativa que traían los jugadores. El rotundo fracaso de España demuestra que las segundas ediciones no pueden ser posibles sin que te fundas en el intento.
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