La
Grande Bellezza
De Paolo
Sorrentino
Jorge
Antonio Díaz Miranda
Agosto
2014
“Grandilocuente y petardera,
una joya de la decadencia”, leo en Stern
la impresión que la última película de Paolo
Sorrentino ha dejado en los críticos alemanes. “Indolente y cínica, el
desencanto y la decadencia puesta en lenguaje cinematográfico”, según New Yorker de Estados Unidos y más o
menos lo mismo dicen Times de
Londres, O´globo de Brasil, El Clarín de Argentina, L´ Diplomatic de Francia y L´Expresso de Italia. No es por
menospreciar el punto de vista de lo reseñado, pero lo menos que uno espera de
las publicaciones más importantes del mundo es que el profano encuentre
indicaciones instructivas de cómo disfrutar el cine y no etiquetas vaporosas acuñadas
por supuestos especialistas, que huelen justamente a eso que critican: petardos
huecos y grandilocuencia. Cerrando pues el inútil recuento de opiniones podemos
centrarnos en el último intento de Sorrentino
por darle continuidad a la saga del Gran Cine Italiano, aunque sea la
posteridad la que diga la última palabra si es que el director italiano logró o
no tal propósito. La historia que nos cuenta La Grande Bellezza está centrada en Roma, durante
el verano en que se reúne la alta burguesía en recintos señoriales y mansiones,
para llevar a cabo happening interminables de drogas, alcohol, Drum´ and Bass, Rave y relaciones sociales
inconsistentes. En el centro de semejante burbuja irreal, nos encontramos a Gep Gambardella de 65 años (interpretado magistralmente por el maestro en
actuación Toni Servillo), un escritor que dejó tal oficio después de publicar
su primer libro, para ir por la vida disfrazado de playboy, trotamundos, periodista y crítico de arte. Gambardella
está dominado por el desencanto, la indolencia y la decepción. Se sienta en
medio de la desolación para ver desde su palco lujoso el desfile de personajes
poderosos, decadentes, huecos y deprimentes, políticos criminales, damas
martirizadas por el tedio y obsesionadas con la pureza y a sus entrañables
amigos que son atrapados en el sinsentido y la doble moral. Una serie de
cuadros de época van apilándose hasta conformar una sinécdoque del malestar de
la alta cultura, que se expresa en el cinismo más descarnado y la prisa que
llega con la edad cuando el teatro de las vanidades está cerrando el telón. Pero
la mirada de Sorrentino no se posa
solamente en las ruinas humanas. La nostalgia lo hace mirar los mausoleos, los
bustos, las efigies grecorromanas, los decorados rococó, las piedras talladas a
lo Bernini, las hermitas, los puentes, los jardines imperiales del caput mundi, las majestuosas fuentes di Albano, los hermosos mármoles
veteados, las columnas con capiteles primorosos, los arcos del coliseo, los miradores
panorámicos, las plaza de alabastro, los relieves renacentistas, los acueductos
romanos; como si el lenguaje arquitectónico desplegará para él y sus
espectadores otra historia trascendente totalmente rehusada al reduccionismo
turístico… ¿Pero quién era Gep Gambardella? Un artista condenado a la sensibilidad
que llora, al igual que el bardo Calderón de la Barca, la ida sin retorno de los días de gloria de
Roma, que hoy está habitada –se lamenta el escritor- por seudo-artistas amateurs que no saben ni para qué cojones sirven las palabras. En efecto, Gambardella se
queja amargamente que la cultura moderna de Italia derive en un país de
entrevistados que no saben historia del arte, ni la definiciones de su oficio sensible
y menos aún los conceptos que han de delimitarlo.Tras 65 años de vida refinada,
el descubrimiento mundano más sólido que él ha hecho, es el de no perder el tiempo con cosas que no quiere hacer. En
la deontología de la mundanidad, que él funda, admite haberse precipitado muy
tempranamente al vórtice de la epifanía con el doble propósito de ser el rey de
las fiestas y el protagonista central en la demostración de la fatuidad epicúrea-dionisiaca.
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