REFLEXIONES
A PARTIR DE LA PELÍCULA
VAMOS
A JUGAR AL INFIERNO
JORGE
ANTONIO DÍAZ MIRANDA
Sentía
una angustia terrible y para disiparla caminé un par de kilómetros en dirección
norte de la avenida Morelos. Pese a la urgencia de conectar vectores de transporte
para recorrer 16 kilómetros hasta mi casa en menos de una hora. Pero era más
importante aclarar por qué sentía ese peso terrible en el pecho y la bruma
espesa de sentimientos encontrados que golpeaba con marejadas terribles mis
frágiles convicciones. De pronto me sentí desolado, vacío, hueco, deshojado, derrotado,
con una melancolía que se reveló plena y profunda. Un estado tal que no podía
ser mitigado con nada, vamos, ni siquiera con la cercanía de la gente de la que
me despedía…
No
conozco las cifras de violencia en Japón, pero sin dudad es una sociedad en la
que ocurre y en la que incluso, ciertos aspectos de su cultura la permite como
una manifestación natural del sentido de la vida. La matanza entre clanes
Yakuza, los suicidios rituales, las decapitaciones de la mafia japonesa, las
armas de fuego, los suicidios entre adolescentes, el aislamiento y la soledad
hakikomori, la severa ética del honor, el fundamentalismo y la fidelidad hacia las
figuras de autoridad, los principios que componen la filosofía bushidō de las
órdenes militares Samurái, etc., todo ello mueve a los cineastas japoneses
–como Akira Kurosawa o Takeshi Kitano- a abordar la violencia
desde distintas ópticas, histórica, documental, reflexiva o descriptiva. O
incluso, como en el caso de la película Vamos a Jugar al Infierno, con un enfoque
lúdico y desmitificador, donde la violencia, la sangre y la muerte son
engastadas en situaciones hilarantes y humorísticas, con una saturación de
absurdos que por momentos hace que las escenas luzcan delirantes o con un barroquismo
de armas y carnicería muy cercano al sarcasmo de manicomio. Pero la verdad, ni
con Kurosawa ni con Kitano, me había quedado esa sensación de vacío, como me ocurrió
con Vamos a Jugar
al Infierno. Justo cuando casi ya no
podía parar de reír, los ecos de una sombra murmurante se hicieron presentes.
La sensación de un malestar subterráneo ascendió lentamente hasta mi conciencia, generando
fragmentos de pensamientos chocantes que ya se habían manifestado otras veces,
pero no con la intensidad que ahora laceraba, que ahora quemaba desde dentro todas
mis -frágiles-certezas. Por increíble que parezca, esta película desaforada me
hizo pensar en cómo nos ha cambiado psicológicamente la cercanía de la violencia
y la realidad cotidiana de los asesinatos que hoy martirizan a Cuernavaca –y
otras ciudades de México-.
Esta
comparación fugaz entre la intención
lúdica de la película y nuestra situación real, me hizo pensar en cómo la
violencia nos ha obligado a mirar desde la amargura, propuestas artísticas que tratan
estos temas desde el humor negro. La desmesura sicalíptica y oligofrénica de la
película, me hizo pensar, en la tremenda ruina moral en la que vivimos y en la
terrible incertidumbre impuesta por el miedo de que la violencia golpee
cualquier día a la puerta de conocidos o vecinos, o, incluso la mía para cobrarse una vida más o varias. Me hizo
pensar hasta qué grado la violencia en nuestras ciudades nos ha obligado a
andar en la vida con una expresión ambulatoria de funerales anunciados. Este
horror nada lúdico que nos golpea mientras el Estado hace agua por todos lados,
nos conmina a reprobar esta propuesta cinematográfica a la que sólo le interesa
entretener y no arreglar el mundo…
Sin
querer, encontré en esa comparaciónentre lo risible y la maldita vecindad donde
vivimos rodeados de un destino despiadado, todo eso que la violencia nos has
quitado: la inocencia, el coraje, la certeza, pero sobre todo la convicción de
que, comparada con los largos procesos de la historia social -que hay detrás y la que viene
del futuro- la violencia no durará mucho...
Pensar
en eso me hizo descubrir la esperanza que yo he perdido. Justo eso es lo que de golpe entendí: las
consecuencias de la violencia, el significado de 150 mil ausencias, el peso de
todos aquellos que han desaparecido, el recordatorio insistente de nuestra
orfandad, el costo que se ha cobrado en términos de salud mental y ganas de
vivir. A todas luces, la persistencia de esta descomposición significa una
derrota del esplendor de la vida a manos de la peor de las miserias.
Ahora
estaba claro por qué hui de la gente y caminé desesperadamente un par de
kilómetros hacia el norte de la avenida Morelos. Pese a la urgencia de conectar
vectores de transporte para recorrer 16 kilómetros hasta mi casa en menos de
una hora, era más importante aclarar por qué sentía ese peso terrible en el
pecho y la bruma espesa de sentimientos encontrados que golpeaba con marejadas
terribles mis frágiles convicciones. Necesitaba encontrarme pero no lo logre.
Necesitaba calmar mi enojo, pero no pude. Necesitaba consuelo y no lo hallé. La
risa que me produjo Vamos a Jugar al
Infierno se convirtió en amargura y llanto, desolación y desesperación. Se
convirtió en una sensación de derrota personal. El infierno no era un juego, me
estaba quemando desde adentro…
Sólo
espero poder salir ileso de esta desilusión. Espero poder reponerme de este “veinte”
que tan violentamente ha caído en mi intelecto, obligándome a mirar los
mismísimos abismos. Espero aprender algo de esta pasmosa lección y franquear
estos pensamientos que saben a hiel, para poder salir de estas pesadillas que desde
hace meses no me dejan dormir. Desde muy joven tengo la convicción de que jamás
he de rendirme para seguir adelante. Pero ahora con esta sombra que me lastra,
tal convicción se ha transformado en un inquietante tal vez.
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