En un país que ha llegado al límite poco importan las promesas, las buenas intenciones o las conciencias tranquilas de los políticos. El estado de guerra llega a todos lados y nos alcanza. El remolino de las armas erizadas desangra barriadas y arrabales, universidades, centros civiles, plazas, rancherías, ejidos y comunidades. Y a la larga fila de cadáveres se suman niños y jóvenes atrapados en el fuego cruzado. No hay futuro. Esa es la dura realidad que enfrenta hoy cualquier ciudadano sorprendido por los fragores de una sórdida guerra que no fue anunciada, que no fue planeada, que estalla en las manos del Estado y el Estado no puede pararla. Triste país de sombras largas y próceres cínicos que ocultan, minimizan o mienten sobre las dimensiones de la tragedia. Pobre país cuya modernización es sinónimo de decadencia y más de lo mismo. Qué importa de dónde provienen los disparos si cada vez que el gobierno "informa" se enreda en una cadena interminable de desmentidos y versiones que se contradicen. En medio de la encrucijada no existe ninguna certeza, sólo el atisbo de un oscuro y tétrico túnel de locura y carnicería. México está metido en una época de oscurantismo y retroceso, los nuevos cruzados, como lo de antaño, traen entre sus ropas la enfermedad y la ruina. La nueva inquisición jurídica esgrime el martillo de las brujas, colocando a modo a las minorías desprotegidas, entre su golpe violento y el yunque de la belicosa sociedad narca.
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