Fotografía de Miguel Rio Branco
de su colección Dulce Sudor Amargo, 1985.
Reproducción sin afán de lucro, sólo con fines informativos.
de su colección Dulce Sudor Amargo, 1985.
Reproducción sin afán de lucro, sólo con fines informativos.
LA PUTA DE BAHÍA
Su pubis era una selva monocromática de rulos sedosos y enmarañados. El olor de su sexo era penetrante, una mezcla explosiva de hormonas, saliva y esperma. Sus piernas largas estaban torneadas y eran firmes como dos columnas de ébano. Su vientre era un mar de dunas leves, extenso, fresco, agitado. Al norte se levantaban dos senos más grandes que melones, coronados por pesones oscuros y del grozor de un dedo índice. Sus manos eran hermosas, armoniosas con sus formas recias, seguras, y a la vez tan delicadas que cada uno de sus dedos dejaba en mi piel una hoguera fulgurante. Su cuello alargado y delgado, hipersensible a mis labios palpitaba con cada embate de mis dientes. Sus labios eran una máquina perfecta de producir con los besos una tierna melodía que en cada arrebato aumentaba de ritmo. Un cabello primoroso, ensortijado, negro, seccionado en infinitas trensas a la manera Yoruba. Ella me hablaba en un idioma extraño, una mezcla de portugués con vocablos negros intraducibles como gemidos que iniciaban como incitantes murmullos y de pronto estallaban con la estridencia de un relámpago. Se volteo, quiso que le besara las nalgas, que pasara mi lengua ávida en medio...pero no sólo hice lo que ella me pedía sino que tome algunas libertades: cada pliegue de su amplio culo fue explorado hasta el abismo de sus hendiduras mientras ella bramaba de lujuria. Ebrio de los sabores de su entrepierna vino a mi una visión violenta de olas y acantilados que estallaban en fosos desconocidos como sal y grava remolida. Sin detenerme a considerar lo miedos la tomé entre mis brazos y la penetre con furia, no se cuanto tiempo estuve dentro de ella pero me parece que transcurrieron dos eternidades. En su interior quedó alojado un pequeño mar de sargazos en el que ella a duras penas navegaba ansiosa tratando de no desfondar su frágil navío. En aquel entonces yo era un recio soldado recién liberado de las barracas para incendiar las femeninas praderas en una guerra de exterminio. Nos caímos del lecho y ella estalló en llanto, en risa, en dicha, en amor, en una embriaguez sin control que me proyectó lejos del huracán de sus caderas, pero sus manos seguían martirizando mi piel, azotándola con su roce, buscando las entrelazadas cenizas ardientes que encendieran una vez más la hecatombe de mi falo. Al fin arribamos al sueño y lo único que recuerdo es que aún dormida seguía moviendosé debajo de mi. El sol me hirió de pronto con su rayo dorado y el mar entró señorial con su atronante voz hasta la alcoba, ella estaba despierta y sonreía, de pie en la ventana con su mínimo vestido. Vino a mi, me dio un beso y dijo adiós. Yo retribuí su gesto con el dinero que quedaba en mi cartera y ella volvió a sonreír con la gracia con que una mulata enamora a alguien de su estirpe.
Jorge Antonio Díaz Miranda.
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