martes, enero 21, 2014

DESDE UN LEJANO AYER QUE HOY SE DESVANECE FUGITIVO...

JORGE ANTONIO DÍAZ MIRANDA
Enero 2014

...Han de ser las hormonas. Seguro. Ver esta fotografía ha causado una sensación de vacío en la boca del estomago. Una nebulosa de nostalgia. Imágenes que se agolpan en alguna parte de mi cerebro desempolvando un carrete de escenas fugitivas, desvanecidas, difusas, amorfas, y paisajes con enormes lagunas. 

Cuenta la leyenda que aquí tenía tres años, mi hermano menor uno y el mayor nueve. Los otros son vecinos de la bulliciosa vecindad donde viví  hasta los trece. De ellos sólo recuerdo a Sigifredo, el chico que no tiene playera y está enseñando "sus músculos". Lo recuerdo a él, primero porque su nombre me parecía una broma de mal gusto (aunque más tarde me enteré que su mamá lo tomó de una serie de cine mudo alemán que trataba sobre el héroe Sigfrid). Segundo porque cuando crecí me hice su amigo. En tercer lugar porque lo vi por última vez en el hospital donde se estaba muriendo de una extraña enfermedad. Ya no me acordaba de ese episodio en que por vez primera, a los seis años, pisé un hospital y por poco salgo corriendo de las violentas arcadas que me atacaron con tan sólo oler el penetrante olor de la enfermedad. Pero tenía que verlo porque era mi amigo y mi mamá me lo pidió después que su mamá le contó que el Sigi quería despedirse de mi, aunque no entendía por qué o que significaba eso. Cuando lo vi no dijo mucho sólo me miró y alcanzó a decir "ahí nos vidrios cuate, yo ya me voy..." No fui a su funeral. Ni a los rosarios. Cuando supe que había muerto me quede callado por dos semanas. Quería comprender qué era eso. Y al final entendí que no volvería a verlo. 

Meses después su mamá me llamó y me dijo que su hijo había dispuesto que sus juguetes me los regalara a mi. Y en efecto, me entregó una lata de galletas lleno con carritos metálicos, soldaditos de plástico, estampas de luchadores, animalitos, vaqueritos y trozos de revistas con dibujos de Condorito, Archie y el Pato Lucas. Me sentí muy feliz con el regalo y durante un mes guardé esa caja de la codicia de mis hermanos y de la mirada ansiosa de mi madre que tomaba como de mal agûero tener los juguetes de un muerto. Yo no toqué los juguetes. Nomas verlos me hacía sentir extrañeza y la ausencia de su dueño. Aveces soñaba con mi amigo y me preguntaba dónde estaba y cómo. La cuestión de su ausencia hizo que preguntara a todos los adultos incluyendo a mis padres pero casi todos rehuían el contestarme. No me atreví con su mamá porque cada día estaba más triste y lacrimosa. Al final supe los detalles por el abuelo de mis amigos "los guachos" que me llamó un día y me explicó los detalles de morir y la forma en que a uno lo sepultan. Me pareció terrible, el cuerpo de mi amigo quedó confinado en una caja, bajo tres metros de tierra apisonada con escombro...esa era para mi la soledad de la soledad, la oscuridad más terrible, el aislamiento más cruel, la sentencia definitiva de un forzado olvido. Al otro día pedí a mi mamá que me llevara al camposanto. Me enseñó el montón de tierra de la tumba de Sigi, llena de flores aún frescas y veladoras a medio consumir. Me puse a remover la tierra pero mi mamá me dijo que la caja estaba muy adentro y que no se podría alcanzar. Pero yo ya sabía todo eso y sólo saque un poco más de tierra para depositar los juguetes de mi amigo, dejándolos ahí con él para que no estuviera solo en la oscuridad. Fue en ese momento cuando realmente me despedí de él para siempre y también de una parte de la infancia que comprendí no volvería nunca más. 


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