miércoles, noviembre 19, 2008

MEMORIAS DE MI INFANCIA

BY JORGE ANTONIO DÍAZ MIRANDA

2008

Mi primer amor imposible fue mi mamá. Desde el dia que tuve conciencia de su efecto quedó grabada en mi su figura esbelta, tensa, espléndida y la belleza total de su presencia. Pero al igual que todos los amores platónicos del montón, este también terminó sin consumarse y no por mi, sino por el celo territorial de mi progenitor que sin mayor trámite me expulsó a patadas del lecho matrimonial, sede consagrada de su mutua pasión.

Para decepción de freudianos ortodoxos y en revisión, hube de consolarme con el cariño de una de mis tías, que un buen dia llegó a casa después de andar en una gira extensa por la ex URSS, como flamante delegada y representante del Movimiento Comunista de Mujeres Latinoamericanas. Un aspecto que llamó poderosamente mi atención desde que me encontré con mi tía, fue su lozana juventud y en seguida su fragancia de bosque recién exportada -creía yo - de los Urales. Su voz poseía una tesitura musical y eso me gustó mucho, aunque no entendía ni jota de lo que hablaba. Luego estaban sus piernas torneadas con proporción y que mostraba generosa enmarcadas por una provocativa minifalda. Y por si lo anterior no fuera suficiente, estaba su escote amplio, el cual revelaba dos elevaciones esféricas, enormes, amplias, cada una rematada con un botón del tamaño de mi dedo meñique, que se marcaban nítidamente a través de su blusa.

Imaginaos pues la impresión que causó la visión de esa aparición generosa en la mente afiebrada de un niño de seis años, que llevaba en su interior todo el potencial para convertirse en un sátiro o un pervertido sexual. Sin embargo, en aquel entonces, mis incipientes impulsos sólo daban para un aproximación más bien tímida y un goce extático desde la mera contemplación, que en lugar de visiones lúbricas producía sinestesias extrañas que combinaban colores, olores, sabores y formas, que en conjunto, me hacían sentir algo equivalente a la inmensa alegría de poseer un helado de queso, vainilla, ron y cerezas.

Mi tía se quedó en casa por quince días y fue uno de los períodos más fecundos para mi en cuanto a sentimientos y aprendizajes. Así fue como floreció en mi alma el primer amor terrenal y su respectiva cauda de desiluciones. Concerniente a la gestión de este insensato amor, yo desarrollé la habilidad de quedarme junto a mi tía casi todo el día, y cuando no me quería cerca de ella hice lo que todo hombre enamorado hace en estos casos: la perseguía hasta convencerla de lo contrario. Ella tenía un novio y un bebé - mi primo-, que para efectos prácticos eran ambos sus hijos. Sí bien no me podía deshacer del bebé que terminó por agradarme, hacía hasta lo imposible por no dejarla a solas con el pulpo maniático y cabrón que era "ese" dizque mi tío. Mi primera desilución fue que ella, siendo tan bonita, se fijara en ese tonel adiposo que ostentaba con orgullo su seso hueco.

Un buen día me di cuenta de algo extraordinario. Más o menos la altura de los senos, mi amada Tía ostentaba manchas de humedad y cuando me acerqué para ver qué es lo que le pasaba me asaltó un familiar olor a leche, aunque más concentrado. Le pregunté al respecto y me dio una entretenida conferencia acerca de la maternidad y los cambios que sufre el cuerpo de las mujeres, entre los cuales se encuentra la producción de leche. Yo sabía que la leche sólo la producían las vacas y evidentemente no me había percatado de lo obvio: que las mujeres humanas como cualquier otra hembra de la familia de los mamíferos podía producir ese delicioso líquido. Comprometida con el materialismo dialéctico como toda buen militante marxista-leninista, mi tía me propuso pasar directamente de la teoría a la praxis. Me mostró la manera en que ella alimentaba a Octavio, mi voraz primo-bebé. Ahí recibí otra revelación, conocí la fuente del vínculo amoroso indestructible entre la madre y su hijo. Picado por la curiosidad, decidí profundizar mis conocimientos biológicos. Solicité a mi bella instructora la prueba gustativa para apreciar la consistencia y sobre todo el sabor del "producto", como prueba definitiva de que en verdad se trataba de leche. Aprovechando su diposición le pedí amablemente que me permitiera tomar la cosa blanca que parecía leche directamente del manantial de la doncella, a lo que mi tía se negó terminantemente. Esa fue mi segunda desilución.

Días después, mi tía vino hasta mi cuarto y accedió a compartirme la riqueza del marfil líquido que monopolizaba mi primo. me llevó a su cuarto y ví cómo extraía de una de sus hermosas tetas la leche, depositándola en un vaso de plástico amarillo con estampas del Pato Lucas. Lo llenó hasta su borde y lo extendió obsequiosa hasta mi temblorosa mano. Lo lleve a mi boca y antes de sorber, aspiré profundamente. Vino a mi un olor dulce, penetrante, con un ligero matiz de queso. Sólo dude medio segundo antes de beber el contenido de un sólo trago. El sabor era ligeramente dulce, la temperatura ni caliente ni fría, la consistencia muy agradable. Al tragarña sentí como una caricia que me produjo cosquillas y luego una oleada breve aunque intensa de sensaciones placenteras. Le dije a mi tía que era la leche más deliciosa que yo había probado y ella me respondió con un cariñoso beso que dejó en mi mejilla.

Una tarde mis papás se fueron de compras al supermercado, mi hermanos salieron al catecismo, el pulpo maniático no se hizo presente con su cuerpo de bellaco...sólo estábamos en casa mi tía, su bebé y yo. Mientras yo libraba la tercera guerra mundial con mis juguetes-luchadores, soldados y carros de combate- y la resolvía con una imponente invasión a la tierra odiada del imperialismo yanqui, mí tía dormía a Octavio después de bañarlo y alimentarlo. Ella me llamó para que platicáramos de la escuela y de todas las cosas que me gustaban. Yo respondí a todo con la solicitud que sólo logra la ilusión del primer amor. Ella en cambio, me contó de las cosas que había visto en Rusia, Bielorusia, Uzbekistán, Georgia, Novgorod, Stalingrado...me habló de las maravillas del Museo Hermitage, de los íconos rusos, del esplendor arquitectónico del Kremlin... me habló de Máximo Gorki y Pushkin, del coro de voces del ejército soviético y la música de Prokofiev, del ritual impactante de la iglesia ortodoxa rusa, de la tundra siberiana, de la hermosa primavera en las márgenes del Dniéper o el Volga, de la bora siberiana y el frío cruel de los inviernos rusos, del regusto del pueblo ruso por la danza y el vodka, de las fiestas interminables de los campesinos y sus elaboradas casas de madera. Casi toda la tarde me la pasé embelesado por los tesoros rusos que ella me iba revelando.

Llegó la hora de comer y seguimos hablando y hablando y hablando. Mis padres no llegaban, mis hermanos tampoco y ya no era hora para que el pulpo cayera desde alguno de los antros que frecuentaba. Entonces me contó del papá de Octavio y de su rompimiento sentimental en Salzburgo, después de una discusión violenta sobre tener o no tener al crío. Me habló de Ramón - el pulpo maniático- y lo describió como un antiguo compañero de lucha sindical que había sufrido la persecución y la cárcel. Me declaró que se casaría con él. Esa fue mi tercera y definitiva desilusión. En esa confesión se fueron mis furores y los lazos tenues que me unían a ella desde la amistad, el cariño o el amor.

No obstante mi desasosiego aún hubo tiempo de despedirnos con el gesto más íntimo que a mi edad se puede llegar a tener. Un día antes de que mi tía se fuera de la casa para trasladarse a Durango, ella se metió a la regadera y después de un rato me llamó. Mi mamá le había pedido que me bañara. Con una paciencia sólo comparable a la que metenía mi madre, me fue quitando el calzado, la ropa, y mis avíos interiores, la camiseta y el calzoncillo. Aún recuerdo que ella tenía ceñida una toalla que le cubría desde el pecho hasta las rodillas. Al terminar de desvestirme, mi hermosa tía se despojó de la toalla y fue así como, a través de su desnudez total supe de los resquicios, meandros y hendiduras de su cuerpo, que creció para mi en belleza y misterio. Me quedé mirando largo rato, de arriba abajo y en sentido inverso. Su piel tenía el color del bronce y al tacto era muy suave. Sus nalgas y sus tetas eran firmes a pesar de su extensión y volumen, simétricas, modeladas, perfectas, sostenidas por una espalda recta de hombros equilibrados y cintura esbelta. Lo más extraño y misterioso era su pubis, que poseía una nube de pelos rizados que se agrupaban en torno a unos labios rosados abiertos como pétalos de flor. El aura mágica de este momento insólito fue la fragancia que emanaba de ella, mezcla de sudor, jabón y agua; un olor suave, mistral, como el de esos lirios que crecían en los vados del apancle del balneario campestre donde mis padres nos llevaban de campamento...Así fue como mi primer amor se disolvió en las aristas de lo imposible para reposar bajo el manto de estrellas que envuelve la cripta de mis recuerdos, con la fuerza de una ilusión que no se materializó y la imagen corporal de una campesina del Cáucaso.

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