viernes, diciembre 21, 2012

UNA CHAQUETA DIALÉCTICA




UNA CHAQUETA DIALÉCTICA

Jorge Antonio Díaz Miranda
VIERNES 21 DE DICIEMBRE DE 2012

En la genuina democracia el diálogo es un ejercicio de integridad en el que las partes comunican sus diferencias, las precisan, puntualizan y delimitan. Además de reconocer coincidencias y referencias comunes en la reconstrucción de visiones, enfoques, objetivos y acciones. El intercambio de información que configura el marco democrático esbozado, de libre acción comunicativa e intercambio de puntos de vista, debe poseer algunos atributos de acotación temporal y espacial, los cuales, permiten dimensionar su pertinencia en los distintos órdenes de la vida social. Los argumentos y las reflexiones no pueden ser evaluados per se como válidos, por muy bien estructuradas que estén sus premisas y consecuencias, o por su mera pretensión de describir hechos o secuencias de hechos, o por evaluar de forma causal acontecimientos.

Ubicados en la terrible tensión social de la violencia de los últimos seis años en México, los matices de acotación son insalvables si queremos evitar en el análisis estructural o histórico, la reducción, la alienación, la simplificación y la ligereza; todas ellas estrategias adoptadas por los mass media y vehiculizados por intelectuales institucionalizados (por ejemplo Gabriel Said, Enrique Krause, Jean Meyer, Héctor Aguilar Camín) y alegres lectores de noticias que repiten ad vocatio los cables oficiales dentro de las flamantes barras noticiosas televisivas o radiales. La gravedad del asunto en sus diferentes dimensiones, no nos debe hacer perder de vista la insalvable brecha entre nuestra propia visión como ciudadanos y la lejana y fría visión del Estado, aunque la personalidad de éste recaiga en una persona, el presidente de la república. Cuando el presidente habla no es sólo la voz de la persona, ni sus pensamientos, ni su visión; es un compendio racionalizado de lógica política, intereses de clase, ingeniería de poder, lobbys de presión, pensamiento estratégico burocratizado y sobre todo un proyecto centralizado en la reproducción mutatis mutandi de equilibrio sistémico. Desligar a la persona que detenta el poder y ubicarlo como ser humano para conferirle validez interlocutiva, es una ingenua y bien intencionada distinción humanística, que, en el mejor de los casos, es inoperante en términos de cálculos dialécticos, decisiones concretas y resultados prácticos. El Estado es, utilizando las sugerentes nociones de Karel Kosik, la concreción del poder con múltiples determinaciones. De tal suerte que hasta sus efectos bien delimitados dejan una impronta duradera y profunda en el tejido social. Impronta necesariamente violenta por su intensidad, determinación impositiva, trastocamiento del tejido social, pero sobre todo por su intencionalidad, a veces manifiesta o frecuentemente envuelta en un palio de sombras. Desde Platón, Hobbes, Maquiavelo, Nietzsche o Freud, el Estado, el monstruo más frío, posee el monopolio de la violencia. Y la historia registra archivos detallados de persecución, tortura y asesinato de ciudadanos a manos del Estado, sea cual sea su terrible figura: monárquico, parlamentario, constitucional, laico, religioso, democrático o dictatorial. El imperio de la ley nace con el Estado y se configura como un entramado de normas, procesos y procedimientos, que en su praxis respectiva, está de lado de la burocracia institucional, el poder del gobierno, el hombre organización y las redes de intereses políticos y económicos. El imperio de la ley no está de lado de las minorías, entendidas estas como grupos vulnerables de ciudadanos excluidos de toda consideración ética-formal o incluso humanística. El Estado tiene una historia milenaria que antecede al humanismo. Es más, el Estado hace surgir la nueva corriente humanista en el siglo XVIII con el propósito de desplegar nuevas formas de control político-ideológico afianzado en la tradición religiosa y un celoso viraje sentimental a la identidad nacional. El Estado-nación nace pues de una violencia rampante y feroz que devora a los ciudadanos en aras del bien común. Júpiter renació y se volvió a comer a sus hijos, con la auto justificación del deber ser del ente moral que se proclamó representante, juez y parte de la sociedad.

La situación actual de México, priísmo habemus, pone de manifiesto más que en otros momentos de su historia, la distancia abismal del Estado y los ciudadanos, virtualizando y desnaturalizando cualquier nexo vinculante entre ambos, concentrado el poder en la superestructura y des empoderando al individuo que tiene que asumir los efectos estructurales de un sistema impositivo. De ahí que cualquier ilusión de comunicación entre ambas entidades es meramente eso, un espejismo políticamente correcto, pero irrealizable.                   

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