EL
FÚTBOL Y LA POLÍTICA
JORGE
ANTONIO DÍAZ MIRANDA
Julio
2014
En no pocas ocasiones
los políticos se sirven del deporte para presumir avances sociales y progreso
económico. Casi todos los líderes y gobernantes políticos se han exhibido en la pasarela de las vanidades que supone el mundial de fútbol
Brasil 2014, apoyando a sus respectivas selecciones. Proyectando el ideal de lo
que quieren y lo que buscan. Dilma Rousseff no ha sido la excepción en el ágape
de oportunismo, montándose en una fiesta que si bien, en su origen es popular,
la expropiación social de los medios de comunicación y los intereses económicos
de la FIFA, ha terminado por excluir a las mayorías y secuestrarla en un exclusivo happening de las élites. Y como
tal, se ha alejado de las masas para transformarse en una descarada disputa de
marcas comerciales.
El resultado de esta
meleé faraónica ha sido demasiado riesgoso para los propios atletas: agendas
extenuantes, estrés, sobre explotación laboral, obligaciones comerciales y jugar
en condiciones deplorables para favorecer el espectáculo pero no su integridad
física o emocional. Ahí está para ilustrar lo anterior, la fiesta de pifias
arbitrales, que con intencionada doble moral, reclasifica faltas graves como leves
que no ameritan ni siquiera una tarjeta preventiva. La FIFA y su plantilla
arbitral (con muy pocas excepciones), han mostrado esta vez una ineptitud en la
aplicación de criterios que ya nadie sabe a ciencia cierta qué marcan.
En el lado comercial, el
fútbol sigue siendo un país de jauja, al menos para las firmas multinacionales.
Pero si bien las ganancias económicas de las grandes corporaciones privadas son
astronómicas, nada aportan al fútbol, al contrario, lo ha devaluado como
deporte y como juego. Es una realidad actual que la enorme presión de los
intereses que confluyen en ese deporte, le ha restado belleza, calidad,
competencia, proyección, fuerza, intensidad, espectáculo, elegancia, limpieza,
agresividad, creatividad, etc. Cualidades que hoy en día muy pocas
selecciones conservan, como en el caso de Alemania, Holanda,
o Francia, y, en una medida casi extinta,
Argentina. Ni hablar de Brasil.
Pero volviendo al caso
del gigante sudamericano, es evidente que cuando el deporte fracasa, entonces
sale a la luz las pútridas operaciones de las élites políticas brasileiras, lo
cual puede resumirse con esta imagen: un banquete de ladrones empoderados, con
permiso legal para saquear el erario público, hacer negocios oscuros e
hincharse las pelotas con el hambre de los demás. En efecto, Brasil también
padece, como todo el mundo, el hambre de los ricos que es la peor de todas,
porque sólo extrae la riqueza de los pueblos sin generar más riqueza para
repartirla. Las ganancias se privatizan, las pérdidas se hacen públicas. La
tensión se acumula, vienen las patadas, los enfrentamientos y la policía
militar termina sofocando con medidas de excepción a la democracia. Por eso mismo, no podía ser más inoportuna
para la presidenta Rousseff y su staff de gobierno, la humillante derrota de la
selección carioca en el mundial de su país. La eliminación llega en el peor
momento en que la gestión del gobierno brasileño cae en un descrédito
generalizado. La paliza propinada por la selección de Alemania a la peor
selección en la historia futbolística de Brasil, incrementa el malestar de los
estratos populares, quienes, en los próximos días, volverán a las calles, una
vez que la tregua de los afectos y la ilusión unificada ha terminado. Si ya de
por sí las tensiones sociales habían llegado a un punto insostenible, los pies
de barro de un fútbol inoperante, feo, espurio, mezquino, inflado, engañador,
soso, bobo, indignante, enano, descerebrado, cortado, flojo, aburrido,
fracasado, diezmado, pomposo, improductivo, defensivo, desordenado,
fraudulento, impostado, etc., hará que la mirada y los adjetivos que califican
al espectro futbolero sean fácilmente migrados al ámbito de la política, apoyados
en un cúmulo de evidencias de que en realidad es así y no un mero ejercicio de
retórica panfletaria. La dama de los pies de barro, doña Dilma, apostó
demasiado capital político a una ilusión insostenible. Su celo autoritario
llegó extralimitarse con las minorías, eliminando favelas, limitando el gasto
público en salud y educación, haciendo pingües negocios con empresas “amigas”,
elevando la tasa fiscal a los pequeños empresarios y comerciantes, subiendo el
precio del transporte público y los de la canasta básica de alimento. Por
consiguiente, es hora de que la dama de barro pague el precio de sus
exageraciones, por sostener una fiesta internacional constriñendo el gasto
público. La selección brasileña salió por la puerta de la humillación
directamente hacia el aeropuerto. Doña Dilma y sus secuaces también deben irse
o eso es al menos la percepción que tienen los brasileños el día de hoy, en el
fin de fiesta más tétrico y lacerante del que se tenga memoria.
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