MEMORIA
DEL ARRECIFE DE CORAL
(Fragmento)
Jorge
Antonio Díaz Miranda
Mayo
2014
Uno nace para vivir y no salir
con vida. Pese a que lo sabía, no me importaba. Un sabio que leí me dijo que la
muerte no era problema de la vida y por lo tanto, decidí que su vigencia y
propagación la hacían un atisbo de eternidad, una loca circularidad mística que
no terminaría jamás. Vivir era vivir. Esto lo aprendí de niño y desde esa edad
me propuse vivir. Yo era muy sencillo. Aún lo soy. Hago lo que quiero pero no
de prisa. Camino senderos en los cuales siempre tengo opción. Me casé a los
nueve años con una niña que tenía como quince. Descubrí en la chispa de sus
ojos un universo palpitante de belleza. Me aficioné a la ciencia del destino.
Entonces vino papá y me regaló un astrolabio con varios mapas celestiales.
Calculé la distancia de alfa centauro. Establecí su composición. Me senté en
los hombros de Tennhäuser para mirar fascinado el veloz desdoblamiento de la
constelación del Cangrejo y ahí mismo supe los misterios de Acuario, de las
lunas ocultas de Saturno, del hielo sólido de titán y de que los deseos que se
piden cuando una estrella fugaz pasa ante nuestros ojos no se cumplen…
Nostradamus y su hermética predictia
astrologica estaban errados. Me
puse un poco triste. Ella lo notó y me tomó en sus brazos. Me alzó hasta la
altura de su boca y me dio un dulce beso que hasta la fecha sigue resonando
como una ardiente estrella que no se apaga. Poco después me enseñó cómo besar
todo su cuerpo. Los nombres de su tibia geografía. Cumplí diez años y como
regalo dejó que las alas de mis labios se posarán en las rosadas cumbres de sus
senos de sirena. Volví a descubrir el sabor de la lecha. Abandoné la ciencia de
los cielos y volví a la tierra. Vinieron los libros con sus lecciones de
matemáticas, gramática, clasificación de seres vivos, colecciones de elementos
químicos, exploración de mares y cuevas, prehistoria e historia con un desfile
interminable de nuevos significados que despertaron mi mente de la pesadilla de
los monstruos.
La vida se hizo aún más
fascinante.
Me casé otra vez, pero esta vez quería tener hijos de verdad
para mostrarles lo que yo había vivido y las cosas que había visto. A ellos los
dejaría vivir más libremente sin escuelas ni horarios, un pleno vivir por
vivir, sin prisas ni apuraciones, en un lugar nuevo cerca del mar, cultivando
el arte de la pesca, cabalgando formidables corrientes marinas y aprendiendo el
lenguaje de los cachalotes que en la noche hacen el amor de la forma más
delicada, acompañados de sensuales melodías que emiten cuando depositan polvo
de estrella en el interior de sus hembras apasionadas. Mis hijos frente al mar…
era una visión extática de pura alegría, canción y celebración. La felicidad
mientras duró. Más tarde ellos se irían a buscar su propia vida y yo volvería a
mis andanzas para volver a descubrir el sueño de la vida, cambiar, crecer y
volver a nacer reflejando la inquietud de una tibia mañana de sol rodeado de un
jardín fantástico construido por mi.
Después de que ellos crecieron,
en efecto se fueron. Y su vida fue aún más intensa de lo que yo pude haber
imaginado. Cuando la casa se quedó en silencio y sola volví a descubrir los tesoros de su infancia
en la inquietante biblioteca de mis memorias. Nunca olvidaré a mis hermosos
hijos que hoy cabalgan océanos ignotos capitaneando feroces navíos de flotas
corsarias. Miro el mar y me parece que aún los veo a ellos cuando pequeños
despertaban y saltaban de la cama para encontrarse con la suave muralla de
espuma de olas blancas que les prodigaba el incesante abuelo azul...
Otros senderos aparecieron.
Otras aventuras. Bajé al subsuelo para admirar la belleza de cavernas
profundas. Nadé en lagos oscuros. Dibujé la extraña belleza de las estalagmitas y de las
estalactitas. Escribí un extenso tratado, detallado y completo sobre la
arquitectura geológica de grutas. Tome registro de la vida que ahí prosperaba.
Imaginé las sensaciones y pensamientos de los murciélagos. Descubrí el delicado
mecanismo de ver con los oídos formas y contornos, aunque ni el color ni la luz
excitaran las retinas de esos seres alados. Entendí su intrincada sociedad y
porqué a pesar de volar juntos, ninguno de ellos chocaba con los otros. La
ciencia del vuelo reveló sus misterios. Estudie los vientos y las leyes físicas
de la sustentación. Entendía las diferentes densidades del aire de acuerdo a su
temperatura y el complicado mecanismo de su movilidad originado en parte por la
el flujo de coriolis. Dibujé lo mejor
que pude esquemas de alas en diferentes posiciones hasta identificar la forma
del ascenso, el descenso, la planeación y el aterrizaje. Luego, manos a la
obra, diseñé mis propios trajes de hombre pájaro con alas como membranas que se
plegaban o desplegaban como velas aprovechando la densidad del viento y su
velocidad. Choqué un par de veces contra los riscos pero tuve la suerte de
salir ileso. Mi mujer sugirió una tela más resistente sostenida por varillas
flexibles y entonces logramos reproducir el milagro del vuelo.
A los veinte años descubrí que
vivir también significaba volar. Me convertí en un hombre pájaro. Mi esposa
encontró otro soñador y se fue por los caminos con él. Yo la ame mucho más y
nunca la olvidé.
Llegó otra mujer. Dejé la
ciencia del vuelo para actualizarme en la ciencia del amor. Ella era una sirena
que en lugar de volar le gustaba bucear en el delicado complejo de los
arrecifes de coral. Descubrió para mi el universo de las estrellas marinas, el
color cambiante de los peces de colores, la bella geometría de los inertes
seres con espinas y a moverme con agilidad y anticipación ante el ataque de las
morenas. En las noches hacíamos el amor una y otra vez hasta que el sol nos
alcanzaba en el requit de un último beso apasionado. Ella era incansable y
generosa y yo un deseo palpitante que al desearla la deseaba más. Ella era un
mar y yo…
-Aquí termina el fragmento
fechado el 28 de julio de 1899-
fechado el 28 de julio de 1899-
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