Heart of Darkness
Las pesadillas de Joseph conrad
A Ciento cincuenta y seis años
de su nacimiento
Jorge Antonio Díaz Miranda
Noviembre de 2013
Crónica de un viaje
desaforado
El
joven Joseph Conrad viajó al Congo en 1890 contratado como capitán de un vapor
por la compañía que Leopoldo II de
Bélgica formó para la agresiva explotación del caucho, la madera y el marfil.
Ahí, Conrad contrajo la Malaria y la disentería, y vio cómo las potencias
europeas y sus lugartenientes maltrataban a los nativos. Con su novela El corazón de tinieblas Conrad publica
las dolorosas memorias de su viaje africano, de las que afirma pocos años
después de su publicación: “navegando por el Rió Congo, dejé de ser un animal
para convertirme en un escritor”. El horror de la opresión colonial provocaría
este efecto de humanización y lo llevaría a describir de una forma minuciosa
los engranajes y funcionamiento del criminal reparto del continente africano
entre las potencias europeas, planeado
en la abusiva Conferencia de Berlín celebrada en 1884-1885. El nivel más superficial de la novela de
Conrad contiene un alegato político a favor de los oprimidos grupos tribales.
El nivel más profundo, explora, ontológica y psicológicamente los rincones más
oscuros de la vampírica alma aristocrática y decadente de las élites europeas.
El corazón oscuro de
Laopoldo II de Bélgica
La
forma de extraer las riquezas de las colonias
africanas por parte de los europeos, se basó en la utilización esclavista
de la mano de obra nativa, llevándola a los límites compulsivos de la
extenuación, la hambruna y la ruina física. Niños, jóvenes, mujeres, hombres y
ancianos, eran obligados a trabajar de sol a sol con métodos rudimentarios y
brutales, que alimentaron directamente la riqueza de las potencias europeas,
cuyos activos subirían como la espuma. Para la administración de la mano de
obra fueron contratados capataces árabes que impusieron una disciplina férrea
consistente en trabajos forzados y sin paga los primeros siete años de servicio
laboral de los peones. Si estos sobrevivían a la represión de los crueles capataces o de la cavernaria
policía real, el periodo de salario solía durar entre uno o dos años como
máximo pues solían enfermar y morir extenuados. Todos los métodos imaginables
fueron empleados para lograr los objetivos de la explotación colonial. La
mayoría de los nativos trabajaban encadenados
y los esclavistas estaban autorizados a cortar las manos de los peones
que no rendían lo suficiente e incluso matarlos. En muchas de las aldeas que
bordeaban el río Congo, se exhibían las cabezas cortadas de los peones que
huían del sistema esclavista, o que no habían tenido un desempeño rentable. Como
era habitual las cabezas se dejaban expuestas hasta que se podrían como
advertencia a los esclavos que tuvieran la misma inquietud fugitiva. En 1908
los devastadores efectos del sistema esclavista impuesto por Leopoldo II se
hicieron públicos: de los 20 millones de nativos que había originalmente antes
de la llegada de las compañías explotadoras, quedaban solo ocho.
El testigo atormentado
Joseph
Conrad fue el cronista de aquella desaforada perversión esclavista, y la
motivación de exponer esa barbarie residía según el escritor de origen
ucraniano en: “Dotar los hechos sombríos de una resonancia pública, de una
memoria colectiva sobre la tragedia humana provocada por la ambición y la
inmoralidad de los poderosos”. La selva y el río tienen para Conrad una
dimensión siniestra, de extravío y maldad, pero más denso aún e inquietante es
lo que aloja el corazón humano abismado por su ambición, capaz de conmutar los
mejores ángeles de nuestra humanidad en una multitud de demonios sedientos de
infringir dolor y demoler la vida de los semejantes. “Vagabundos en medio de
una tierra prehistórica”, puntualiza Conrad en su novela para subrayar que
“aquellas soledades se abrían ante nosotros y volvía a cerrase como si la selva
hubiese puesto poco a poco un pie en el agua para cortarnos la retirada en el
momento del regreso…penetrábamos más y más en la espesura del corazón de las
tinieblas”. Al final del viaje, Marlow, protagonista de la novela de Conrad que
es él mismo, espera a ese hombre extraviado y moribundo, Kurtz, cuya alma “ha
sucumbido a la fascinación de lo abominable”. Marlow describe los últimos días
de ese hombre quebrado: “la selva había logrado poseerlo pronto…me imagino que
le había susurrado cosas sobre él mismo que no conocía…hasta que la tierra lo
desprendió de si mismo abismándolo sobre el vacío. Su inteligencia seguía siendo perfectamente
lúcida pero su alma estaba loca. Había perdido el juicio y condensaba su locura
con una idea terrible, repetía una y otra vez, ¡el horror¡, ¡el horror¡, ¡el
horror¡”.
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