HELI
Jorge Antonio Díaz Miranda
Septiembre de 2013
Parece que sobre la violencia
ya se había dicho todo, ya se había filmado todo, ya se había denunciado todo…
pero la verdad es que la película HELI, de Amat Escalante, ha venido a
mostrarnos que aún hay cuentas pendientes y que no obstante nuestra percepción
anestesiada, siguen siendo siniestras, diabólicas y malintencionadas. El tema
no es la violencia del Estado o la de los criminales, el tema es que, en medio de la
gran guerra que ensangrienta el suelo patrio, nuestra actitud pasiva hace que
no pase nada, como en aquella terrible descripción rulfiana de los pueblos que
huelen a miseria por “su aire viejo y entumecido, mohoso, detenido,
polvoriento, saturado por un pasado de sombras que no quiere morirse y un
devenir que se niega a nacer…”
Sí bien puede ser cierto que lo que se muestra en imágenes ya ha sido tratado en otros largometrajes con más presupuesto, no cabe duda que HELI logra poner en el espejo la fuente misma de la distorsión social que nos impide hoy entender el martirio desde el nivel mismo de las víctimas, la carne de cañón, la conspiración patibularia, la base material de la discriminación social, el mecanismo que aceita la maquinaria de fabricar culpables, el impulso del martillo, el puño de hierro y la lluvia de plomo y fuego que derrite la carne de los marginados.
Sí bien puede ser cierto que lo que se muestra en imágenes ya ha sido tratado en otros largometrajes con más presupuesto, no cabe duda que HELI logra poner en el espejo la fuente misma de la distorsión social que nos impide hoy entender el martirio desde el nivel mismo de las víctimas, la carne de cañón, la conspiración patibularia, la base material de la discriminación social, el mecanismo que aceita la maquinaria de fabricar culpables, el impulso del martillo, el puño de hierro y la lluvia de plomo y fuego que derrite la carne de los marginados.
En una tierra erosionada del
bajío guanajuatense que no fue tocada por la artificiosa bonanza de la pareja
presidencial Vicente Fox-Martha Sahagún, vive una familia pobre, de obreros y
peones, niñas adolescentes en la secundaria y madres que luchan día con día por
sobrevivir con lo mínimo. Justo en esa casa desvencijada, como en la que viven
miles de mexicanos en extrema pobreza, llegan los fragores despiadados de la
guerra de los cárteles que esconden sus mercaderías millonarias de anhelantes
miradas hambrientas. Pero en el bajo mundo de la policía y sus cuadros de
entrenamiento, la información fluye para tentar con el diablo a los reclutas e
intercambiar su pobre carne por espejismos fugitivos de “salir adelante” de la
vida sórdida que les tocó. Pero el horror sale de la boca del infierno y llega
cuando menos se le espera, por la
tarde, irrumpiendo la cotidianidad, para
ser dispersados casa y familia, en el tenue velo de ceniza que se eleva con el
aire. Muerte, secuestro, estupro y tortura por fuego; cabalgando vienen los
mensajeros de la muerte, cargando contra los más débiles, cobrando su cuota
entre los más inocentes.
El lenguaje cinematográfico es
directo, sin concesiones, en un mundo en que la división entre buenos y malos
se ha vuelto una cínica mentira. En la guerra todas las fronteras se vuelven
confusas, todos los aspectos vinculantes se volatizan, las alianzas solidarias
se olvidan y sólo predomina la barbarie. Quizá eso haga chocante la película,
porque creemos que su planteamiento ya se ha repetido hasta el cansancio, pero
la novedad latente para el espectador es encontrar la sugerencia de que nuestra
inmovilidad nos hace cómplices, cómodos turistas en nuestra propia tierra,
testigos de piedra, mudos o anestesiados frente a la tragedia ajena; lo que en
definitiva nos hace considerar absurdamente que los muertos se merecían lo que
les pasó y situarse a distancia de la violencia, en una abstracta-cómoda intelectual
lejanía. Ex cathedra, pienso que la
película merece un mejor público y una mucho mejor crítica pues cada reseña que
he leído apoya la evidencia de que los críticos suelen suscribirse a un cómodo
esquema discursivo para ocultar su ignorancia.
ABAJO PEGUÉ MI SUGERENCIA EN LOS CORTES, NO AÑADÍ NADA, PERO SERÍA CONVENIENTE QUE COMPRIMIERAS LOS PUNTOS IMPORTANTES. LO QUE SUCEDE ES QUE CUANDO LA VERBORREA ES EXAGERADA SE PIERDE LA ESENCIA DE LO QUE REALMENTE QUIERES DECIR. ESTA DISPERSIÓN LE QUITA TODA VALIDEZ A TU DISCURSO.
ResponderBorrarPESE A LA LONGITUD DE TU RESEÑA, DESDE MI PUNTO DE VISTA, TE FALTÓ TOMAR EN CUENTA LO QUE ME PARECIÓ SUMAMENTE ILUSTRATIVO: (Y ME IMAGINO QUE PARA EL DIRECTOR TAMBIÈN): LA ESCENA DEL APRENDIZAJE DE LOS NIÑOS CERCANOS A LOS "TORTURADORES", ¿NO CREES, QUE HUBIERAS PODIDO DECIR ALGO MÁS AL RESPECTO, EN LUGAR DE REDUNDAR EN LO YA SABIDO?
Parece que sobre la violencia ya se había dicho todo, ya se había filmado todo, ya se había denunciado todo… pero la verdad es que la película HELI, de Amat Escalante, ha venido a mostrarnos que aún hay cuentas pendientes.
HELI logra poner en el espejo la fuente misma de la distorsión social que nos impide hoy entender el martirio desde el nivel mismo de las víctimas, la carne de cañón, la base material de la discriminación social, el mecanismo que aceita la maquinaria de fabricar culpables.
En una tierra erosionada del bajío guanajuatense
vive una familia pobre, de obreros y peones, niñas adolescentes en la secundaria y madres que luchan día con día por sobrevivir con lo mínimo. Justo en esa casa desvencijada, como en la que viven miles de mexicanos en extrema pobreza, llegan los fragores despiadados de la guerra de los cárteles. Muerte, secuestro, estupro y tortura por fuego; cabalgando vienen los mensajeros de la muerte, cargando contra los más débiles, cobrando su cuota entre los más inocentes.
El enguaje cinematográfico es directo, sin concesiones, en un mundo en que la división entre buenos y malos se ha vuelto una cínica mentira. En la guerra todas las fronteras se vuelven confusas, las alianzas solidarias se olvidan y sólo predomina la barbarie. La novedad latente para el espectador es encontrar la sugerencia de que nuestra inmovilidad nos hace cómplices, cómodos turistas en nuestra propia tierra, testigos de piedra, mudos o anestesiados frente a la tragedia ajena; lo que en definitiva nos hace considerar absurdamente que los muertos se merecían lo que les pasó y situarse a distancia de la violencia, en una abstracta-cómoda intelectual lejanía.