Los cables noticiosos siguen fluyendo desde el Cairo y ponen de manifiesto el impasse de una crisis que ya no se detendrá en sus implicaciones sociales, elevados costos políticos y el filo del ábismo que se asoma si el presidente egipcio Hosni Mubarak apuesta por la represión y la militarización del país. El problema no son las protestas, el problema reside en la complicidad estadounidense que todavía no quiere ver a su dilecto títere caer, al menos sin la garantía específica de la mansedumbre y la obediencia a su nefasta política exterior para oriente medio. La contensión de los regímenes democráticos y la radicalización de los grupos terroristas de marca al-Qaeda y símiles conexos, conviene a la política de apropiación petrolera que beneficia estructuralmente a las grandes compañías petroleras, dejando para los países de la región la dependencia, el atrazo y el puño de los dictadores. En un contexto estratégico amplio, Egipto -con el gobierno corrupto de Mubarak- forma parte de una red de alianzas, y de la que también forman parte Israel, Arabia Saudita y Kuwait; que Estados Unidos necesita para hacer sentir su hegemonía en la región, y desde la cual, aún es posible seguir hostilizando -no obstante el fracaso militar en Irak y Afganistán-, a Irán, Siria y Libia. Los trece mil heridos en la plaza del Cairo, la más sanguinaria represión, es el mensaje claro de que las élites egipcias están dispuestas a todo con tal de sostener el continuismo, sin importar que Mubarak se vaya o se quede.
Jorge Antonio Díaz Miranda
03 de febrero de 2011
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