Mis ojos no saben mirar otros ojos que no sean tus ojos. Mi boca no sabe besar otra boca que no sea tu boca. Mis manos no saben acariciar otro cuerpo que no sea tu cuerpo. Y es que tus ojos, tu boca y tu cuerpo son hijos del cielo, del mar, de la tierra, y nutren la vitalidad de mi ser anfibio, alado, de tritón márino.
Mis dedos se posan en el arco de tu espalda, contumaces en su voracidad y delicados en el fuego de su caricia. Mis labios anidan en tu vientre para sorber tu suave esencia silvestre de pinos, de flores, de miel, de trigo, de musgo, de cascada, de montaña...
A veces soy un murciélago atraído hacía el resplandor de luz de tus cabellos de oro, nutrido campo de trigo, meandro de sombras, corona fragante de tu inocencia. A veces soy un sátiro que acosa tus bragas de seda para recoger de sus delicadas membranas el rocío íntimo de tus petálos abiertos.
Guardo silencio sagrado ante tus piernas y elevo una plegaria por la miel de tus pechos. Levanto la voz del ocaso ante tus nalgas y hundo todo mi ser en el Ganges de tu sexo. Sólo vivo para alabarte en las mañanas y las tardes, para mirate, para besarte, para inflamar con caricias la hoguera de tu piel. Soy un peregrino del mundo pero siempre regreso a ti.
Nuestra intimidad es un mundo dentro del mundo, una realidad distinta a nuestra realidad, es el deseo en el amor y el amor en el deseo. La muerte más dulce que se puede sentir mientras uno sigue vivo.
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