Yo también lloro por supuesto, pero nada tiene que ver con mi vida de matrimonio. Se trata de esa parte externa de ver pasar los días sin poder hacer más por esas cosas que uno desea desde su fuero personal y parece que nunca alcanzará. Después de los treinta la percepción del tiempo se altera hacia una sensación de celeridad: es el tiempo de las decisiones y de las encrucijadas, del golpe de timón y la urgencia, o de tomar el último barco hacia un horizonte de medianas comodidades o quedarse en los arrabales de una marginación onerosa. El tiempo de la paternidad, del mundo del trabajo de tiempo completo, de vivir cada día en función de las necesidades de otros, el tiempo de la mediación y del conflicto. Pero también es el tiempo de intempestivos cuestionamientos y crisis recurrentes que se van haciendo más frecuentes. El tiempo de probar cosas contra reloj como si algo o alguien nos fuera persiguiendo. El tiempo de muerte para los padres, de algunos amigos, del mundo de ayer que no puede volver; y por lo anterior también es el tiempo del enfrentamiento directo y total contra mi propia finitud.
Tal vez el llanto de mi mujer tampoco esté relacionado con nuestro lastimado matrimonio, ni siquiera con las torpezas que un día sí y otro también yo cometo en nombre del dominio de género...pero lo que sí es claro es que en presencia mía se desborda esa tempestad salina que me marca con fuego.
Mi hijo me llena de dicha y también de desesperación. Frente a su increible florecimiento uno como hombre entiende el sentido de la religión pues ante mis ojos se revela el milagro de la infancia con todos sus misterios y su inmensa belleza. Pero al mismpo tiempo se desdobla un aspecto de la realidad que para nada es amable: el vínculo de la madre con su hijo es total, imperturbable, incondicional; mientras que yo tengo que luchar a brazo partido para ser reconocido con la importancia de un arácnido. Ni todas las atenciones posibles para mi hijo como lavar sus pañales, darle de comer, bañarlo, jugar o ser su pushing bag predilecto, pueden juntar ni de lejos el volúmen de amor que reserva para su mamá. Alguien dictó alguna vez una sentencia para la paternidad según la cual conforme los hijos irían creciendo también aumentaría la hostilidad...El otro día amaneció con una trifulca entre mi hijo y yo, que termino enmedio de sus gritos y las recriminaciones de su mamá. Por la tarde mi madre me llamó la atención por pelear con mi hijo. Para coronar el fin de ese día aciago mi suegra me increpó por atreverme a bañar al niño, "porque ya se sabe que los hombres nada saben respecto del cuidado de los niños". Con todo no dejo de reconocer lo estimulante que es la convivencia con ese dinámo de energía que parece inagotable, la dulzura de su mirada y hasta el armisticio ocasional que tiende para sonreirme o acercarse en silencio y abrazarme...su ternura y su risa constituyen un fugaz tesoro que me cura de cualquier miedo o angustia.
Dado que se trata de una creación literaria me abstengo de cualquier comentario que como los boomerang regrese a su remitente.
ResponderBorrarPuedo hablar, sin embargo, de lo que se percibe en el escrito: el sabor amargo de las cosas que no fueron, ni serán, con la atenuante que estamos cumpliendo al pie de la letra los mandatos de Dios y su iglesia.
Quedan los hijos. Pero muy a menudo se nos olvida que ellos son sólo un breve capítulo de nuestra vida, (aunque siempre estarán en nuestra mira). Un capítulo que se cierra bastante pronto, y luego sólo permanece esta fatua pretensión de haber cumplido cabalmente con el papel de los "genitori".
Ello no nutrirá en el futuro próximo ni lejanamente nuestras desalmadas y mortales almas...
Y aquí termino, porque se vuelve necio hablar de lo que será, mientras no te toque vivirlo.
Adiós,
de
Marina terca.