LAS CONVERSACIONES ÍNTIMAS
DE INGMAR BERGMAN[1]
Jorge Antonio Díaz Miranda[2]
(2008)
I. Ya sea por el efecto del tiempo o el desgaste de las distintas crisis por las que pasa cualquier matrimonio, la relación comienza a deteriorarse hasta el punto del desconocimiento y la extrañeza. Nada más letal para la supervivencia del ego que un golpe de duro nihilismo, porque lo que viene enseguida es un odio reactivo. La primera víctima en esta marejada de sensaciones encontradas es la razón y luego por supuesto la realidad, aunque el lugar en que esto ocurre ha de cambiar si en el fondo de todo está la soledad. Al menos esto es lo que plantea Bergman como fenomenología de la declinación amorosa, la desilusión como causa primera y última:
“…Y ahí me detengo. Las infamias que ocurren en nombre del amor son obra del hombre[3], una prueba aplastante de nuestra libertad de cometer todos los delitos imaginables “ (CI, p. 151)[4].
El desencanto posee para Bergman una topología de afectos bien delimitada: sobre la línea, en una sinuosa superficie están las creencias, los valores, la configuración de lo que somos o creemos ser. Más abajo, en oscuras profundidades, los miedos, las pesadillas y el terror de que todo un día se venga abajo. Más profundo aún, muy debajo de la línea vital de flotación, cerca del alma pero lejos de nuestra conciencia, la sombra de la muerte que se agita de vez en cuando haciéndonos sentir los gélidos vientos de su presencia. Lo siniestro no es algo nuevo en las novelas de corte psicológico, y Bergman no duda en emplear este recurso quizá para subrayar la incapacidad
[5] de una atormentada Anna para racionalizar una situación que la involucra directamente y que trastoca negativamente su auto concepto, develando para ella la aguda sensación de algo oscuro que se le acerca con el propósito explícito de amenazar su mundo:
“Si me atrevo a pensar…si pienso sólo lo más mínimo. Pues veo que vivimos bajo amenaza. Estoy cada vez más acosada. Los niños y Henrik y Tomas y yo…nos movemos en el filo de una catástrofe. Una catástrofe vital. ¿No es así como se llama? Una Catástrofe vital.” (CI, pp. 31-32).
Sin duda, este modelo de estratificación de los impulsos o afectos presenta fuertes similitudes con las tesis somatotópica que planteó Freud hace más de seis lustros, y esto, por lo menos en el caso de Bergman no es en modo alguno gratuito. Al igual que el famoso padre del Psicoanálisis, Bergman parte de una interesante premisa donde la unidad mente-cuerpo es indiscutible. Los efectos de esa unidad pueden ejercer una influencia positiva o negativa en el movimiento de energía afectiva, lo cual, se manifestará corporalmente como un estado de bienestar o de enfermedad. Fascinado por el teatro de las histéricas Bergman describe con su arte de novelista, cómo el desequilibrio de los humores es al mismo tiempo dolor localizado en algún punto de la piel, humus de la tierra que degrada la salud, un signo de descompensación que se transforma en síntoma, el éter del alma inflamado por flogisto. El novelista sueco describe estos efectos partiendo de una interacción desafortunada, en la que, mente y cuerpo están unidos pero contrapuestos. Desde una perspectiva general, Bergman nos habla desde un profundo pesimismo, el mismo que se desprende de un campo de guerra donde los enemigos (mente y cuerpo) habrán de sucumbir juntos: “Llegará el día en que el dolor, como agua contenida y venenosa, romperá los diques e inundar á su cuerpo. Atacará sus nervios, su cerebro, su corazón y sus entrañas. Las sumirá en prolongadas torturas, causará en su cuerpo daños incurables.”(CI, p. 17).
La lucha incesante entre el deseo y su negación, entre el principio del placer y el principio de realidad, el deseo de permanecer y la negación de morir. Una noción de la que hecha mano Bergman y que es central en la metapsicología freudiana es Disociación, el cual, permite comprender el tipo de respuestas que el sujeto manifiesta cuando se enfrenta a un desequilibrio emocional-corporal. Esta noción merece algunas líneas explicativas para ilustrar cómo es utilizada por Bergman para fundamentar su visión fenomenológica. Por principio de cuentas se trata de un mecanismo de defensa que preservará al Yo de cualquier catástrofe emocional, dispersando los impulsos instintivos en distintas direcciones, retardando sus efectos, canalizándolos al propio cuerpo o bien reflejándolos a objetos externos. En un plano meramente especulativo, la disociación primero separa al Yo de esta marejada de energía que se mueve en todas direcciones para que no sucumba, luego lo escinde del objeto ligado, enseguida, transfiere desde sí mismo al objeto todas los impulsos que generaron la ruptura, para finalmente instalarse en un escenario donde se evalúa a si mismo víctima de la infamia y la injusticia del destino. Si bien, como sugiere Freud este mecanismo disociativo es vital para el Yo, también es cierto que su funcionamiento merma en parte o totalmente el contacto con la realidad. En cuanto a esto último se pueden observar variantes disociativas desde el punto de vista de su contenido tales como inversión, negación o proyección. Lo magistral de Bergman es que todo este aparato psíquico de sobre vivencia se vincula con las creencias religiosas de los sujetos y la preservación de su status social, y esto hará más humano a los protagonistas del imaginario bergmaniano, dotados de una capacidad de simulación y superficialidad, a prueba de toda realidad: “No se lamenta de nada. No se culpa de nada, ni a sí misma ni a nadie, no mezcla a Dios ni a la fidelidad en su oscura confusión. Se da cuenta de que no llegará nunca más hondo. Una luz violenta pone en fuga la suave penumbra. Anna gustaba de repetir que quería la verdad (…) se complacía en declararse a sí misma en llamarse apóstol de la verdad (…) Murmuraba en silencio para sí misma: ¿de qué verdad estoy hablando? Y entonces sentía un poco de vergüenza pero no mucha (…)” (CI, p.22).
Personalidades de barro atrapadas en una doble moral, pero con todo, carne débil proclive a la concupiscencia: “He pensado naturalmente en el arrepentimiento. Pero no me arrepiento. He pensado en el pecado, pero ya no es más que una palabra. He puesto importantes prohibiciones, como un muro entre el y yo. Pero Cuando surge la mínima posibilidad de verle, derribo los muros” (CI, p.28).
Perpetuamente insatisfechos pues a la hora de la verdad no saben situarse frente a sus deseos más que con el autoengaño, poniendo por delante el marco de una insípida moralidad, paradoja atroz que Anna pone al descubierto al decantar la ambigüedad de Tomas: “Le acerque a mi, me apoderé de él,(…)y luego tuve que consolarle (…)Estaba inconsolable. Afirmó que me había traicionado a mi y a Henrik, que era su amigo. Le parecía que había sido débil y que se había comportado miserablemente. Dijo que no se lo iba a perdonar Dios. Era como un niño asustado. Y entonces empezamos a besarnos de nuevo. Estaba tan ansioso como yo(…)” (CI, p.28).
Pero aquí, el personaje femenino de Bergman está muy lejos de imaginar los profundos cambios que el escarceo con Tomas iban a desencadenar en su persona, o en todo caso ella se equivoca al reducir estos cambios a la esfera de lo religioso. Y es que, no es su fe la que se desmorona, ni su creencia en la divinidad y tampoco su pretendida adhesión a las prescripciones seculares. Más bien es el mundo de creencias y prohibiciones autoimpuestas sobre la carne las que se derrumban tras el maremoto de los sentidos: “En ese mismo instante se ve a sí misma como una imagen: la imagen representa a Anna y a Tomas. Están desnudos y sudorosos (…) Ella se abre, se ensancha, presiona la espalda contra la áspera colcha (…) El instante es tan inconcebible como la muerte. Ahora, (…) comprende con la presencia absoluta de sus sentimientos, con la nitidez de la percepción de los sentidos(…) la salvaje culminación que aún tiembla en sus nervios (…) En este breve ahora su sentimiento y su juicio captan la irrevocable crueldad del encuentro amoroso (…) “ (CI, pp. 21-22).
II. Como es característico del universo Bergmaniano el entorno se presume aséptico, debidamente esterilizado, pulcro, deliberadamente perfecto... por lo menos externamente. Pero en la intimidad, donde nunca llega el sol, se libran feroces batallas por sobrevivir al aburrimiento y a la soledad. Bergman hace sugerencias explícitas sobre el tipo de contrato social que puede fundamentar cualquier convivencia en común, sin embargo, nos asegura, esto no será suficiente para detener el desgaste, olvidar las viejas alianzas o exterminar gradualmente los deseos. Haciendo gala de un corrosivo humor Bergman nos pone frente a la fragilidad del ser humano que puede comprometer su alma y su cuerpo por intermedio de una ideología religiosa como si fuera dueño de uno y otro, así pone en boca de Anna un juramento inaudito que exige de ella un tributo desmesurado, fuera de toda posibilidad de satisfacer, y precisamente por ello la protagonista siempre se sentirá en falta consigo misma y con los demás, sobre todo con su marido:
“…tal vez uno se hace ilusiones equivocadas. Y claro que he sido ingenua. No hay más que pensar que me casé con Henrik. Porque yo me di cuenta de lo herido que estaba, pero creí, en mi infinita suficiencia, que estaba destinada a salvarle (…) Mamá me previno y trato de impedirlo pero yo era obstinada. Claro que le amaba de una manera infantil y arrogante. Pero yo no sabía nada. Ni sobre él ni sobre mi misma” (CI, p.25). . La soberbia –nos dice Bergman- es inaudita y será tributaria de los conflictos alojados bajo la alfombra, que, tarde o temprano se saldrán de todo límite. La guerra se lleva a cabo en el alma pero sus efectos se hacen sentir en el cuerpo, como estigma del pecado y su culpa sin posibilidad de alcanzar conciliación o expiación. La culpabilidad ronda como una sombra el discurso en que los personajes bergmanianos se debaten: la mujer de años que siente en su corazón el peso de la condena por su desliz amoroso; el amante joven estudioso de teología que siente culpabilidad porque su carrera profesional está amenazada por una relación que no fue consumada pero que sabe proscrita por sus votos. El argumento del que parte Bergman nos hace ver de forma cruda la imbricación de dimensiones a favor del máximo absurdo: Anna Åkerblom, mujer caucásica de 36 años, lleva casada 12 años con el pastor Henrik, hombre inestable y débil, con el que procreó tres hijos. El paso del tiempo no ha sido piadoso para esta mujer que ha aprendido a detestar a su marido por distintas razones, la principal, la gris personalidad que el posee, la cual, es carente de espontaneidad pero barruntada de aburrimiento en todo sentido, véase si no la forma en que Anna describe a su marido:
“…Es una persona que apenas soporta las dificultades que la vida diaria le ponen en su camino. Es débil e inseguro(…) la verdad le destrozaría…"(CI, p.34). Líneas más adelante la ÅKerblom cierra la descripción destilando el odio de los años y el cansancio que tras una gris convivencia han logrado derrotar su juventud y sus ilusiones, su amor y sus deseos de mejorar su vida matrimonial :
“…Él se hace a un lado cuando puede hacerse a un lado, huye si tiene la posibilidad de huir. (…) Yo sé que es un buen sacerdote. Y que es un director espiritual meticuloso que ha ayudado a muchas personas. Pero por debajo de todo eso hay un pobre infeliz asustadizo y muerto de miedo…”(CI, p.34).
Este el marco ideal de máxima inestabilidad para un matrimonio impostado, sujeto a la forma sin nada de fondo. Esta conciencia repentina lleva a Anna al cuestionamiento de todo lo que en su sociedad se considera normal, lícito, legal; lo que le hace vislumbrar en el horizonte una tormenta de franca confrontación. Sin embargo las personas que visiblemente la rodean parecen no estar de acuerdo con esta forma rebelde de ver las cosas y por todos los medios, cada uno desde su peculiar posición, la someterán a una presión constante para que desista de su desmesurada radicalización: su madre que desde el principio le advirtió que no contrajera nupcias con un hombre como Henrik, la hostiga recordándole sus deberes conyugales; Tomas, su amante, amigo de su esposo y varios años menor que ella, la abandona dejándola a merced de sus dudas y remordimientos; y hasta su confesor Jacob le sugiere sin más desistir, contar la verdad de lo sucedido y someterse al juicio de su marido. Lo único que le queda a Anna es asistir impotente al desmoronamiento de sus ilusiones, y todo en descargo de una relación amorosa que no llego a ser tal, ni por la vía del amor y mucho menos por la vía de la pasión.
III. El término Conversaciones íntimas hace evidente su origen religioso desprendido del protestantismo. Fue introducido en Escandinavia, Los países bajos y Alemania por Martin Lutero (1483 – 1546), como un modelo alternativo de confesión que disipará la terrible corrupción que los prelados de la iglesia católica se encargaron de difundir al ponerle precio a los pecados mediante la tasa mundana de la indulgencia. Las conversaciones íntimas guardan el mismo sentido de declarar la verdad pero la diferencia sustancial con el modelo tradicional del catoliscismo es que busca situar al sujeto en cuanto a la responsabilidad de sus actos para que asuma las consecuencias correspondientes. De esta forma no se busca la expiación sólo simbólica o ritual sino la reparación del daño, pare ello es necesario establecer una especie de economía del pecado, es decir, un proceso de objetivación a través del cual podemos calcular su potencial valor de cambio. Acorde con lo anterior se busca una conciencia plena del sujeto como agente activo de su proceder dejando en un plano secundario la ponderación mesurada de las circunstancias que acompañaron su actuación; subrayando en todo momento la obligación de anteponer a sus propios deseos o malestares el bien común y la preservación de su nucleo familiar.
A lo largo de cinco conversaciones y un desesperanzado epílogo Bergman desgrana con una sobrada maestría literaria la historia de Anna Åkerblom, que, como muchas mujeres del convulsivo siglo XX y este incipiente XXI, están inconformes con su rol, con su responsabilidad, con su status, en fin con el papel de agentes pasivos que ciertas sociedades sobre todo en occidente les ha asignado: . La fórmula literaria que Bergman acuñó para describir esta situación está por fortuna tan alejado de los modelos profeministas pues no se regodea en miserias, autocompasión o victimismos, todos ellos recursos esteriles que huelen a chantaje para consumo específico de mujeres posmodernas. El problema que Bergman expone es la paradoja de una resolución amorosa que sólo en el plano mental se realiza no así en la realidad, y con la complicidad manifiesta de los protagonistas que no se cansan de jalar su vida hacia la rueca de la tragedia, con su impostura, falsa moral, parcialidad y simulación. El problema no es sobre la excistencia o no del amor, el problema es la labilidad de un sentimiento que puede acabar por lo más absurdo, degradarse o terminar sin importar los juramentos o el rol social. El problema no es la religión o el orden social sino más bien cómo nos situamos frente a estos poderes: si admitimos en primera persona la incapacidad de mediar lo interno de lo externo seremos objeto de una fuerza que nos desbordará. Cualquier ideología puede imponerse si el sujeto se pone a merced de su influencia, y nada de su fuero interno podrá impedir el avasallamiento de su persona, la esclavitud o en el peor de los casos su autosacrificio. En buena medida las creencias del sujeto son generadas por su entorno y asu vez el provee otras. Si no hay alguna especie de equilibrio esta utilización mutua terminará en el aislamiento o el suicidio ya sea porque no hay un límite claro entre el Yo y los otros, o bien sea por el sometimiento del yo a los otros. Confusión de dicto si la hay será desde el propio sujeto en su desesperada necesidad de estar de acuerdo con los otros. Bergman pone en boca de Anna un dictum contundente de su propia situación que sin saberlo inclinará la situación hacia el lado más desfavorable para su alma: “Soy una esposa Infiel. Vivo con otro hombre, engaño a Henrik. Estoy angustiada. No tengo remordimientos o cosa así. Sería rídiculo. Pero sí angustia. Ya no sé qué hacer(...)y luego están los niños y Henrik”(CI, pp. 15-16).
Una mente tortuosa atrapada en una trampa de contrasentidos que rebotan una y otra vez hacía una responsabilidad mal entendida, valores establecidos a medias, desequilibrio y un absurdo sentido de autosacrificio. Pero en el fondo, abigarrado como ún cúmulo de plomo, yacen la frustración y la violencia autodirigida. Aunque Bergman no lo diga explícitamente la situación de Ana es de pronóstico reservado: al final la histeria, el manicomio o el suicidio aguardan a que su pobre carne doliente ceda ante el peso de los años y la rutina. El grito desesperado de una mujer aislada, sin ninguna oportunidad de redención, culposa, sola, con la certeza de que el final no será en absoluto favorable para ella:
“Y quién va ayudarme a mi cuando se desaten las iras del infierno..." (CI, p.35). Como Cristo en el madero, a Anna no le enloquece la duda sino la certeza de que no habrá ni ahora ni nunca algo que la salve, que la redima de sus agravios, que le devuelva la vida o las ilusiones, entonces decide conservar lo que tiene, dure lo que dure, sea real o fantasioso:
"¿puedo acudir a Diós? (...) ¿o a mi madre? ¿Qué digo si Henrik me hecha de la casa? ¿iré a ver a Thomas –se ríe un poco- a decirle que ahora, pobre de ti, ahora tienes que ocuparte de mi y de mis hijos? ¡No¡ No pienso decir esa verdad que usted me exige. No creo en esa clase de sinceridad. Compro mi vida cotidiana con engaños y mentira. Vale la pena. Pienso llevar mi pecado sola y no pienso pedir ayuda a nadie." (CI, p. 35).
[1] Ingmar Bergman (1996) Conversaciones Íntimas. Trad. Marina Torres. Tusquet editores, España:1998. ISBN 84-8310-065-7.
[2] Email:
jordim888@hotmail.com.mx; blog: www.bestiario-lugburz.blosgpot.com
[3] Para desilusión de las más recalcitrantes militantes del feminismo y movimientos conexos, Bergman se refiere a la especie y no al género.
[4] En adelante se citará de esta forma, la abreviatura del nombre del libro Conversaciones Íntimas como CI, más el número de página de donde procede la cita.
[5] Incapacidad que por cierto es general de toda la especie humana.